sábado, 20 de septiembre de 2014

Cireneo




San Juan Pablo II fue víctima de un atentado el 12 de Mayo de 1982, en Fátima. El 13 de Mayo de 1981 había sido blanco en Roma, habiendo entonces peligrado su vida. La providencial coincidencia de este incidente con el aniversario de la primera aparición, en Fátima, llevó a Juan Pablo II a atribuir a María su supervivencia. Por esta razón, hizo una peregrinación, un año después, a Cova de Iría. Fue entonces cuando un padre español, no católico, atentó, sin éxito, contra la vida de aquel Papa.

Luego de este segundo atentado, un matrimonio madrileño se presentó en la nunciatura, en Lisboa: eran los padres del clérigo que pusiera en peligro la vida de San Juan Pablo II. La razón de su precipitada venida a nuestro país, que pasó desapercibida a la prensa, era sólo una: pedir disculpas.

Aquellos padres, católicos, no tenían ninguna responsabilidad en el delito perpetrado por el hijo, mayor de edad. En aquella hora amarga, de tanta angustia y vergüenza, era comprensible que se hubiesen escondido pero, por el contrario, dieron la cara en nombre de un crimen que no era de ellos. Otros habrían comprendido, con razón, que nada tenían que ver con aquel  acto criminal, pero aquellos padres cargaron con la culpa de su hijo. Muchos progenitores sienten orgullo de una gloria filial, pero aquellos desgraciados padres se humillaron con la deshonra de su descendiente y, en su nombre, se ofrecieron como víctima, en expiación de esa falta. ¡Qué rara es la nobleza de una voluntaria humillación!¡Qué bello es pedir perdón!

“En esto consiste el amor: (…) en haber sido Dios quien no amó y envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados. (…) Si Dios nos amó así, también nosotros debemos amarnos unos a otros” (1Jo 4,10-11). En este mundo, sobran Los Pilatos y los Herodes acusadores, en cambio faltan los Cireneos que carguen las cruces ajenas.

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