P. Gonçalo Portocarrero
de Almada
La Iglesia católica no
es un condominio cerrado para almas selectas, sino un hospital de campaña para
todos los pecadores.
Un predicador católico
inglés, del siglo pasado, escandalizó a sus fieles al decir que era más
probable que le robaran a alguien la cartera en una iglesia católica que en un
templo anglicano. Preguntado por su falta de fe en la honestidad de los
hermanos de su propia iglesia, aclaró que, mientras la Iglesia anglicana es
sólo para personas respetables, la romana, precisamente porque es católica, o
sea universal, es para todo tipo de personas, ladrones incluidos.
Algunos fieles aceptan
mal esta apertura, ya que la consideran permisiva en demasía. Es, por eso, que en
tiempos de crisis generalizada de la fe y de las buenas costumbres, optan por
aislarse en pequeños grupos, evitando el contagio pecaminoso y apartándose de
los demás fieles, no tan ejemplares en la ortodoxia o en la virtud. En nombre
de una Iglesia de los puros, estos nuevos cátaros hacen de su intransigencia
doctrinal el imperativo principal de su fe, excluyendo a los pecadores de su
seno y excluyéndose de la unidad eclesial. Olvidan así el amor universal de
Cristo, que no sólo convivió con
pecadores públicos, incurriendo en el escándalo de los fariseos de su tiempo, sino
que dice también que las mujeres de mala vida los precederían en el reino de
los Cielos (Mt 21, 31). Y no revelan que Jesús, como a propósito de Judas
Iscariote hizo notar San Agustín, “aguantó un “demonio” entre sus discípulos
hasta su Pasión(Jo 6,70)” (La fe y las obras, 3-5).
No son sólo ciertos
creyentes los que desean una Iglesia de elegidos, constituida única y
exclusivamente por fieles ejemplares. También los incrédulos se escandalizan
cuando vislumbran, dentro de los muros de los templos cristianos, hombres y
mujeres pecadores, como el carterista del sermón. Quisieran, ellos también, una
Iglesia sin mancha ni pecado, formada por ángeles y no por hombres, una
Jerusalén celestial que nada tuviese que ver con las flaquezas de este mundo.
Tanto unos como otros
yerran, porque si la Iglesia es santa en su origen y finalidad, es y será
siempre pecadora en sus miembros terrenos. Así lo dice Cristo cuando enseñó que
el trigo y la cizaña deben permanecer juntos hasta la siega final (cf. Mt 13,
29), o cuando comparó el reino de los cielos con una gran red de arrastre, que
trae consigo toda clase de peces, buenos y malos (Mt 13, 47-52). La Iglesia de
Cristo no está llamada a ser un lujoso coto cerrado, para uso exclusivo de
almas selectas, en vez de un hospital de campaña, siempre con las puertas
abiertas de par en par para sus hijos pecadores y para todos los hombres de
buena voluntad. Los olores de santidad son para el otro mundo porque en este, más
que las buenas obras de los virtuosos, es la pestilencia de las enfermedades
físicas y morales de los arrepentidos el incienso con que Dios quiere ser glorificado
en sus templos. Él no vino al mundo para los sanos, sino para los enfermos (Mc
2, 17) y es mayor su alegría por un pecador que se convierta, que por noventa y
nueve justos que perseveren en el bien (Lc 15, 1-7).
Vale más la unidad de
la Iglesia y su solidaridad con los pecadores que ese rigorismo doctrinal,
contrario a la caridad apostólica. La tentación de los falsos purismos
exclusivistas y sectarios no es sólo de
ahora, porque también San Agustín denunció, en su tiempo, a las “personas que
sólo toman en consideración los preceptos rigurosos, que mandan reprimir a los
que causan perturbación, que ordenan (…) que se “traten como a los publicanos”
aquellos que desprecian a la Iglesia, que se repudien de su cuerpo los miembros
escandalosos (Mt 7,6; 18,17, 5,30)” (id.). Era también este santo doctor quien
así vituperaba, enérgicamente, contra esos falsos pastores: “su celo
intempestivo causa mucha tribulación a la Iglesia, porque desearían arrancar la
cizaña antes de tiempo y su ceguera hace de ellos enemigos de la unidad de
Jesucristo” (id.).
El bien de la comunidad
debe prevalecer sobre cualquier otro bien, porque la caridad es el mandamiento
nuevo de Cristo (Jo 13, 34-35), la principal de las virtudes cristianas (1Cor 13, 13) y la razón de la esperanza en
la salvación de todos los hombres, sin excepción. “Tengamos cuidado en no permitir
que entren en nuestro corazón pensamientos presuntuosos –advierte el santo
obispo de Hipona- en procurar no destacar de los pecadores, para no ensuciarnos
con su contacto, y no tratar de formar un rebaño de discípulos puros y santos. Bajo
pretexto de no frecuentar a los malos, sólo conseguiremos romper la unidad”.
Hay quien se
escandaliza por encontrar en la Iglesia católica, personas cristianas que
tienen dudas de fe, o que atentan contra la vida de sus hijos por nacer, o que pierden la esperanza, o que viven en uniones
no bendecidas por la Iglesia, o que no consiguen aún amar y perdonar al prójimo,
o que siguen tendencias contrarias al uso natural del cuerpo, o que son alcohólicas, drogadictos. Confieso que me regocijo con
estas benditas presencias, en que abunda el pecado y sobreabunda la esperanza,
no sólo porque son almas predilectas de Dios –las ovejas por las cuales vale la
pena dejar el rebaño- sino, sobre todo,
porque me siento confirmado en la unidad y catolicidad de mi fe eclesial.
Groucho Marx dice que
jamás aceptaría formar parte de un club que admitiese personas como él. Yo, al
contrario, nunca podría pertenecer a una
iglesia que no recibiese pecadores como yo.
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