domingo, 7 de septiembre de 2014

Los nuevos cátaros


P. Gonçalo Portocarrero de Almada


La Iglesia católica no es un condominio cerrado para almas selectas, sino un hospital de campaña para todos los pecadores.

Un predicador católico inglés, del siglo pasado, escandalizó a sus fieles al decir que era más probable que le robaran a alguien la cartera en una iglesia católica que en un templo anglicano. Preguntado por su falta de fe en la honestidad de los hermanos de su propia iglesia, aclaró que, mientras la Iglesia anglicana es sólo para personas respetables, la romana, precisamente porque es católica, o sea universal, es para todo tipo de personas, ladrones incluidos.

Algunos fieles aceptan mal esta apertura, ya que la consideran permisiva en demasía. Es, por eso, que en tiempos de crisis generalizada de la fe y de las buenas costumbres, optan por aislarse en pequeños grupos, evitando el contagio pecaminoso y apartándose de los demás fieles, no tan ejemplares en la ortodoxia o en la virtud. En nombre de una Iglesia de los puros, estos nuevos cátaros hacen de su intransigencia doctrinal el imperativo principal de su fe, excluyendo a los pecadores de su seno y excluyéndose de la unidad eclesial. Olvidan así el amor universal de Cristo, que no sólo convivió  con pecadores públicos, incurriendo en el escándalo de los fariseos de su tiempo, sino que dice también que las mujeres de mala vida los precederían en el reino de los Cielos (Mt 21, 31). Y no revelan que Jesús, como a propósito de Judas Iscariote hizo notar San Agustín, “aguantó un “demonio” entre sus discípulos hasta su Pasión(Jo 6,70)” (La fe y las obras, 3-5).

No son sólo ciertos creyentes los que desean una Iglesia de elegidos, constituida única y exclusivamente por fieles ejemplares. También los incrédulos se escandalizan cuando vislumbran, dentro de los muros de los templos cristianos, hombres y mujeres pecadores, como el carterista del sermón. Quisieran, ellos también, una Iglesia sin mancha ni pecado, formada por ángeles y no por hombres, una Jerusalén celestial que nada tuviese que ver con las flaquezas de este mundo.

Tanto unos como otros yerran, porque si la Iglesia es santa en su origen y finalidad, es y será siempre pecadora en sus miembros terrenos. Así lo dice Cristo cuando enseñó que el trigo y la cizaña deben permanecer juntos hasta la siega final (cf. Mt 13, 29), o cuando comparó el reino de los cielos con una gran red de arrastre, que trae consigo toda clase de peces, buenos y malos (Mt 13, 47-52). La Iglesia de Cristo no está llamada a ser un lujoso coto cerrado, para uso exclusivo de almas selectas, en vez de un hospital de campaña, siempre con las puertas abiertas de par en par para sus hijos pecadores y para todos los hombres de buena voluntad. Los olores de santidad son para el otro mundo porque en este, más que las buenas obras de los virtuosos, es la pestilencia de las enfermedades físicas y morales de los arrepentidos el incienso con que Dios quiere ser glorificado en sus templos. Él no vino al mundo para los sanos, sino para los enfermos (Mc 2, 17) y es mayor su alegría por un pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que perseveren en el bien (Lc 15, 1-7).

Vale más la unidad de la Iglesia y su solidaridad con los pecadores que ese rigorismo doctrinal, contrario a la caridad apostólica. La tentación de los falsos purismos exclusivistas  y sectarios no es sólo de ahora, porque también San Agustín denunció, en su tiempo, a las “personas que sólo toman en consideración los preceptos rigurosos, que mandan reprimir a los que causan perturbación, que ordenan (…) que se “traten como a los publicanos” aquellos que desprecian a la Iglesia, que se repudien de su cuerpo los miembros escandalosos (Mt 7,6; 18,17, 5,30)” (id.). Era también este santo doctor quien así vituperaba, enérgicamente, contra esos falsos pastores: “su celo intempestivo causa mucha tribulación a la Iglesia, porque desearían arrancar la cizaña antes de tiempo y su ceguera hace de ellos enemigos de la unidad de Jesucristo” (id.).

El bien de la comunidad debe prevalecer sobre cualquier otro bien, porque la caridad es el mandamiento nuevo de Cristo (Jo 13, 34-35), la principal de las virtudes cristianas  (1Cor 13, 13) y la razón de la esperanza en la salvación de todos los hombres, sin excepción. “Tengamos cuidado en no permitir que entren en nuestro corazón pensamientos presuntuosos –advierte el santo obispo de Hipona- en procurar no destacar de los pecadores, para no ensuciarnos con su contacto, y no tratar de formar un rebaño de discípulos puros y santos. Bajo pretexto de no frecuentar a los malos, sólo conseguiremos romper la unidad”.

Hay quien se escandaliza por encontrar en la Iglesia católica, personas cristianas que tienen dudas de fe, o que atentan contra la vida de sus hijos por nacer, o que  pierden la esperanza, o que viven en uniones no bendecidas por la Iglesia, o que no consiguen aún amar y perdonar al prójimo, o que siguen tendencias contrarias al uso natural del cuerpo, o que son alcohólicas,  drogadictos. Confieso que me regocijo con estas benditas presencias, en que abunda el pecado y sobreabunda la esperanza, no sólo porque son almas predilectas de Dios –las ovejas por las cuales vale la pena dejar el rebaño-  sino, sobre todo, porque me siento confirmado en la unidad y catolicidad de mi fe eclesial.

Groucho Marx dice que jamás aceptaría formar parte de un club que admitiese personas como él. Yo, al contrario, nunca podría pertenecer  a una iglesia que no recibiese pecadores como yo.



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