Hoy me ha llegado esta interesante carta
al correo a través de un amigo, me parece muy oportuna, necesaria e
instructiva, por eso la reproduzco aquí, en este humilde altavoz. Todavía hay
muchos hoy, incluso entre los voluntarios, sean de cáritas o de otras
organizaciones, que no creen que deban tener que aprender a escuchar a las
personas que acuden pidiéndoles ayuda, aunque sólo sea material, probablemente
detrás de esa necesidad haya otra u otras más sencillas, que no siempre estamos
preparados para darles la debida satisfacción. Dada la categoría del autor,
espero que merezca la consideración de muchos...
Pedro
Miguel Lamet
Por
favor, escúchame
El ciudadano de la calle cada día tiene mayor conciencia
de su desconexión con los poderes que los representan. La clase política se ha
ido convirtiendo en los últimos años en un gueto cerrado y autosuficiente que
da la impresión de trabajar para sí misma o para potenciar sus propios partidos
y sacar provecho económico de sus puestos. La gran pregunta es si la democracia
como sistema ha caído en una involución o está escuchando realmente las
inquietudes de la gente.
Ante la urgencia del abandono del pueblo que en general
se siente víctima tanto de los gobiernos como de otras instituciones, La gente,
la de la calle, la de los pueblos y ciudades que se ven sin un interlocutor
válido que atienda a sus necesidades. Estas no solo son las obvias que aparecen
en las encuestas, como pueden ser el desempleo, los recortes o la urgencia de
llegar a fin de mes. También albergan otros deseos, sueños, angustias y
frustraciones.
El Estado debe proveer a los derechos del ciudadano,
entre los que están el de la salud física y mental en toda su extensión. Pero
no puede acudir de modo exhaustivo a la atención personalizada. Vivimos un
mundo de individuos en apariencia hipercomunicados por internet, teléfonos
móviles y mil nuevas tecnologías, pero paradójicamente solitarios, que
experimentan una vaga sensación de abandono y desarraigo. Se puede decir que
asistimos a un nuevo fenómeno de difusa depresión colectiva, alimentada por los
medios de comunicación.
La única vacuna para esta creciente enfermedad pasa por
sembrar un pensamiento positivo, reforzar la información solidaria y
alentadora, potenciar la vuelta a la
naturaleza y los valores primigenios de la vida. Pero esa es una tarea que
puede superarnos como individuos. Lo que podemos comenzar ya es a curarnos unos
a otros mediante la escucha del que tenemos a nuestro lado. La tentación de
querer convertir a los otros en oyentes de nuestras propia batallitas es
demasiado frecuente. “¿Y a mí, quién me escucha?” es la pregunta obvia ante
tanto robot parlante y apresurado de nuestro vertiginoso mundo.
Hemos de fomentar no sólo la escucha de la gente sino
respondiendo a la pregunta de “cómo” escucharla. Porque estamos tan
acostumbrados/as a parlotear en medio de este bosque ensordecedor de ruidos y
palabras que tenemos que empezar de cero y volver a aprender a escuchar,
evitando la tentación de proyectar en todo mi “ego” con soluciones
prefabricadas. Pues no hay mejor terapia que, simplemente, escuchar. Creo que
fue Amado Nervo el que dijo: “Oír con paciencia es a veces mayor caridad
que dar. Muchos infelices se van más encantados de la atención con que
escuchamos el relato de sus penas, que de nuestro óbolo”. Lancemos el
salvavidas que la gente demanda, nuestro tiempo dedicado en cuerpo y alma a la
escucha.