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Ley canónica y pastoral no son dos realidades
contradictorias, sino complementarias, porque ambas tienden, cada cual a su
modo, a la gloria de Dios y el bien de las almas.
Aún reconociendo algunas de
las ventajas de la lengua jurídica, como son su precisión y claridad, hay quien
entiende que el Derecho Canónico no es adecuado para hacer de puente entre el
Evangelio y la vida concreta de las personas, porque hay situaciones vitales
que escapan al formalismo de los cánones. Ya en el Concilio vaticano II hubo
quien pretendió el recurso a la terminología jurídica y quien, por el
contrario, prefirió utilizar un tono más pastoral, a través de un lenguaje
personalista, más próximo a la Escritura, de las palabras de Jesús y, por eso
también, de la vida de las personas.
Hay quien defiende que la
pastoral católica debe ser creativa y libre, sin necesidad de regirse por las
normas canónicas, cuya rigidez no siempre permite una respuesta adecuada a las
situaciones de los fieles. Los que se alinean por la primacía del espíritu y de
la vida serían, decididamente, los profetas carismáticos de la caridad y de la misericordia.
Por el contrario, los que entienden la ley canónica como la principal regla de
la acción eclesial, compartirían una visión conservadora e inmovilista,
contraria por tanto a una más osada, por más evangélica, pastoral.
Los defensores de la espontaneidad
pastoral sobre el derecho acusan de fariseísmo a los partidarios de un
entendimiento más jurídico de la evangelización. Para ellos, los canonistas
habrían pervertido la belleza y la sencillez de la doctrina del Maestro que, en
su opinión, daba mucha más importancia a las personas que a los códigos. Por
eso, reclaman para ellos mismos, un exceso de inmodestia, la actitud de Jesús,
que pone en discusión muchas de las leyes y tradiciones de su tiempo,
escandalizando incluso a los doctores de la ley, que serían, como precisamente
se está viendo, los precursores de los actuales canonistas.
Todo bien, pero hay un
pequeño detalle. Es que Cristo no vino a traernos unas vagas cuestiones
sentimentales, tipo ‘ve donde te lleve tu corazón’, o ‘ama y haz lo que te
apetezca’. Él vino a dar pleno cumplimiento a la Ley de Dios: “No penséis que
he venido a revocar la Ley o los profetas. No he venido a revocarlos, sino a
llevarlos a la perfección. Porque en verdad os digo: hasta que pasen el cielo y
la tierra, no pasará una sola jota ni un ápice de la Ley, sin que todo se
cumpla” (Mt 5, 17-18). No obstante el cliché de Cristo revolucionario, la
verdad es que Jesús de Nazaret dio la mayor importancia a las normas, hasta las
más insignificantes: “Si alguien viola uno de estos preceptos más pequeños, y
enseñare así a los hombres, será el menor en el reino de los cielos (Mt 5, 19).Todavía
hay más: No sustituyó la ley por una pastoral más transigente, sino que reforzó
la exigencia de los mandamientos (cfr. Mt 5, 21-47), abolió el divorcio, que
Moisés toleraba (cfr. Mt 19 ), e instituyó la caridad como –¡nótese!- una ley
más: el mandamiento nuevo.
Los defensores de un
pretendido divorcio católico también abogan por el divorcio entre pastoral y el
derecho, ignorando que tal separación puede tener resultados dramáticos, como
se vio en el reciente y dolorosísimo
escándalo de la pedofilia en la Iglesia. En este caso, en vez de
proceder legalmente contra los prevaricadores, como la ley canónica exigía, se
prefirió ocultar, por razones pretendidamente pastorales, esas situaciones. En
vez de imponerse una solución jurídica, que habría llevado a la dimisión inmediata
de los culpables y a la defensa de las víctimas, se optó por una actitud
aparentemente más pastoral que, en realidad, favoreció la reincidencia en el
crimen y a la impunidad de los infractores. O sea, una práctica contraria al
derecho tiende a ser injusta y arbitraria, aunque pueda arecer más caritativa y
misericordiosa. ¿Cómo se pone término a este horrible escándalo? Reafirmando y
reformando la legislación canónica, principalmente con las leyes que, en buena
hora, los Papas Benedicto XVI y Francisco promulgaron, responsabilizando
jurídicamente a los culpables, como sus cómplices, por acción u omisión.
Pero –añadieron algunos- el
Código de Derecho Canónico no es la Biblia. Pues no. La Sagrada Escritura es la
Palabra de Dios, mientras que las leyes eclesiásticas son normas de derecho
divino y reglas humanas. Las que traducen principios revelados son
irreformables –como son las que se refieren a la naturaleza jerárquica de la
Iglesia y a su misión evangelizadora, a la igualdad fundamental entre todos los
fieles, a la materia y forma de los sacramentos, a la indisolubilidad
matrimonial, etc. –pero las restantes, de carácter organizativo, procesal o
ritual, pueden ser siempre revocadas, o reformadas, por la autoridad eclesial
competente.
¿Qué sucedería si la Biblia
fuese, para los católicos, lo que es, en los países oficialmente musulmanes, el
Corán? Se tendría que aplicar, literalmente, la sanción prevista en el
Evangelio: “lo que escandalizare a uno de estos pequeños, que creen en mí,
mejor le sería que le colgasen al cuello una rueda de molino y lo echasen al
mar” (Mt 18, 6). ¡O sea, todos los pedófilos deberían ser ahogados! ¡Si esta es
la pena prevista, expresamente, por Cristo, para estos crímenes, por qué no la
impone el Código de Derecho Canónico! – también latan denostada ley
eclesiástica es, sobre todo, pastoral.
Cuando Cristo se transfiguró
en lo alto del monte Tabor, se parecieron Moisés y Elías, como representantes
de la ley y de los profetas, respectivamente. La Iglesia debe ser fiel a los
principios normativos revelados por su divino fundador y dócil a la voz del
Espíritu santo, que habla por la palabra inspirada de los profetas, reconocida
por la competente autoridad eclesial. Ley canónica y pastoral no son dos
realidades contradictorias, sino complementarias, porque ambas tienden, cada
cual a su modo, para la gloria de Dios y
el bien de las almas.
Sacerdote católico
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