sábado, 19 de diciembre de 2015

La ley y los profetas



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Ley canónica y pastoral no son dos realidades contradictorias, sino complementarias, porque ambas tienden, cada cual a su modo, a la gloria de Dios y el bien de las almas.

Aún reconociendo algunas de las ventajas de la lengua jurídica, como son su precisión y claridad, hay quien entiende que el Derecho Canónico no es adecuado para hacer de puente entre el Evangelio y la vida concreta de las personas, porque hay situaciones vitales que escapan al formalismo de los cánones. Ya en el Concilio vaticano II hubo quien pretendió el recurso a la terminología jurídica y quien, por el contrario, prefirió utilizar un tono más pastoral, a través de un lenguaje personalista, más próximo a la Escritura, de las palabras de Jesús y, por eso también, de la vida de las personas.

Hay quien defiende que la pastoral católica debe ser creativa y libre, sin necesidad de regirse por las normas canónicas, cuya rigidez no siempre permite una respuesta adecuada a las situaciones de los fieles. Los que se alinean por la primacía del espíritu y de la vida serían, decididamente, los profetas carismáticos de la caridad y de la misericordia. Por el contrario, los que entienden la ley canónica como la principal regla de la acción eclesial, compartirían una visión conservadora e inmovilista, contraria por tanto a una más osada, por más evangélica, pastoral.

Los defensores de la espontaneidad pastoral sobre el derecho acusan de fariseísmo a los partidarios de un entendimiento más jurídico de la evangelización. Para ellos, los canonistas habrían pervertido la belleza y la sencillez de la doctrina del Maestro que, en su opinión, daba mucha más importancia a las personas que a los códigos. Por eso, reclaman para ellos mismos, un exceso de inmodestia, la actitud de Jesús, que pone en discusión muchas de las leyes y tradiciones de su tiempo, escandalizando incluso a los doctores de la ley, que serían, como precisamente se está viendo, los precursores de los actuales canonistas.

Todo bien, pero hay un pequeño detalle. Es que Cristo no vino a traernos unas vagas cuestiones sentimentales, tipo ‘ve donde te lleve tu corazón’, o ‘ama y haz lo que te apetezca’. Él vino a dar pleno cumplimiento a la Ley de Dios: “No penséis que he venido a revocar la Ley o los profetas. No he venido a revocarlos, sino a llevarlos a la perfección. Porque en verdad os digo: hasta que pasen el cielo y la tierra, no pasará una sola jota ni un ápice de la Ley, sin que todo se cumpla” (Mt 5, 17-18). No obstante el cliché de Cristo revolucionario, la verdad es que Jesús de Nazaret dio la mayor importancia a las normas, hasta las más insignificantes: “Si alguien viola uno de estos preceptos más pequeños, y enseñare así a los hombres, será el menor en el reino de los cielos (Mt 5, 19).Todavía hay más: No sustituyó la ley por una pastoral más transigente, sino que reforzó la exigencia de los mandamientos (cfr. Mt 5, 21-47), abolió el divorcio, que Moisés toleraba (cfr. Mt 19 ), e instituyó la caridad como –¡nótese!- una ley más: el mandamiento nuevo.

Los defensores de un pretendido divorcio católico también abogan por el divorcio entre pastoral y el derecho, ignorando que tal separación puede tener resultados dramáticos, como se vio en el reciente y dolorosísimo  escándalo de la pedofilia en la Iglesia. En este caso, en vez de proceder legalmente contra los prevaricadores, como la ley canónica exigía, se prefirió ocultar, por razones pretendidamente pastorales, esas situaciones. En vez de imponerse una solución jurídica, que habría llevado a la dimisión inmediata de los culpables y a la defensa de las víctimas, se optó por una actitud aparentemente más pastoral que, en realidad, favoreció la reincidencia en el crimen y a la impunidad de los infractores. O sea, una práctica contraria al derecho tiende a ser injusta y arbitraria, aunque pueda arecer más caritativa y misericordiosa. ¿Cómo se pone término a este horrible escándalo? Reafirmando y reformando la legislación canónica, principalmente con las leyes que, en buena hora, los Papas Benedicto XVI y Francisco promulgaron, responsabilizando jurídicamente a los culpables, como sus cómplices, por acción u omisión.

Pero –añadieron algunos- el Código de Derecho Canónico no es la Biblia. Pues no. La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, mientras que las leyes eclesiásticas son normas de derecho divino y reglas humanas. Las que traducen principios revelados son irreformables –como son las que se refieren a la naturaleza jerárquica de la Iglesia y a su misión evangelizadora, a la igualdad fundamental entre todos los fieles, a la materia y forma de los sacramentos, a la indisolubilidad matrimonial, etc. –pero las restantes, de carácter organizativo, procesal o ritual, pueden ser siempre revocadas, o reformadas, por la autoridad eclesial competente.

¿Qué sucedería si la Biblia fuese, para los católicos, lo que es, en los países oficialmente musulmanes, el Corán? Se tendría que aplicar, literalmente, la sanción prevista en el Evangelio: “lo que escandalizare a uno de estos pequeños, que creen en mí, mejor le sería que le colgasen al cuello una rueda de molino y lo echasen al mar” (Mt 18, 6). ¡O sea, todos los pedófilos deberían ser ahogados! ¡Si esta es la pena prevista, expresamente, por Cristo, para estos crímenes, por qué no la impone el Código de Derecho Canónico! – también latan denostada ley eclesiástica es, sobre todo, pastoral.

Cuando Cristo se transfiguró en lo alto del monte Tabor, se parecieron Moisés y Elías, como representantes de la ley y de los profetas, respectivamente. La Iglesia debe ser fiel a los principios normativos revelados por su divino fundador y dócil a la voz del Espíritu santo, que habla por la palabra inspirada de los profetas, reconocida por la competente autoridad eclesial. Ley canónica y pastoral no son dos realidades contradictorias, sino complementarias, porque ambas tienden, cada cual a su modo, para la gloria de Dios  y el bien de las almas.

Sacerdote católico



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