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La legitimación del homicidio de los ancianos y de los
enfermos crónicos o terminales significa la caída del modelo social humanista
en un abismal retroceso de la civilización.
Un amigo me decía hace ya algún
tiempo que, en Alemania, ningún partido se atreve a proponer la despenalización
de la muerte asistida porque la eutanasia nazi está aún muy presente en la
memoria del pueblo alemán. Si así fuere, es de saludar que los malhadados
fantasmas de Hitler, Himler y Mengele sirvan para mantener erguido ese bastión
del más fundamental de todos los derechos.
Un país, que cede en el
principio de la inviolabilidad de la vida humana inocente, cruza la frontera
que lo separa de la barbarie. Permitir la eliminación de los enfermos, de los
viejos y de los no nacidos es relativizar el valor de los seres humanos, sobre
todo de los más frágiles. La eutanasia y el aborto provocado, por más que
eufemísticamente pretendan ser, respectivamente, el ejercicio de un pretendido
derecho a una muerte digna, o una mera interrupción voluntaria del embarazo, en
realidad son, se quiera o no, homicidios voluntarios.
Hitler fue uno de los precursores
de la eutanasia: al llegar a los campos
de concentración, los deportados eran sometidos a un proceso de selección, al
que seguía la eliminación de los que fuesen tenidos por no aptos. Tal procedimiento
no es comparable con las actuales propuestas relativas a la muerte asistida,
porque esta ha de ser siempre, por ahora, voluntaria. ¿Pero, qué hacer en
relación a los niños gravemente enfermos y los dementes? Si se admitiera la
posibilidad de una eliminación, por una decisión de terceros, como ya acontece
en relación a los nasciturus, su muerte ya no sería voluntaria. La eutanasia,
como el aborto provocado, son contrarios al humanismo cristiano, que se define
por la defensa de la vida humana desde su comienzo, en el momento de la fecundación,
hasta su término, o sea la muerte natural.
La aceptación del principio
de la precariedad de la vida humana inocente presupone un nuevo paradigma jurídico-político.
La doctrina social de la Iglesia y la declaración universal de los derechos del
hombre y del ciudadano establecen las bases del ordenamiento jurídico
humanista. La eventual legitimación jurídico-positiva del homicidio de los
ancianos y enfermos crónicos o terminales y de los no nacidos, así como sanos y
concebidos por libre voluntad de sus progenitores, significa la caída del
modelo humanista a un abismal retroceso de la civilización. En realidad,
implica un regreso a la ley de la selva porque, entonces, los más fuertes prevalecerán
sobre los más débiles, siendo estos los enfermos crónicos y terminales, los más
viejos y los nasciturus. Ahora bien, el Derecho tiene precisamente como misión defender a los más débiles frente
a la prepotencia de los poderosos: a tal está obligado por un imperativo de
justicia social. Caso contrario, como recordaba Benedicto XVI en el parlamento
alemán, poco o nada distinguiría a un Estado de un grupo de malhechores.
Es verdad que algunas vidas
humanas son penosas, sobre todo en su término, y por eso, no deben ser
artificialmente prolongadas. Pero el encarnizamiento terapéutico, que es
éticamente condenable y que San Juan pablo II recusaría al final de su vida, no
puede servir de pretexto para que se introduzca en el ordenamiento jurídico el principio
de que la vida humana es descartable.
Admitir que el derecho a la vida, por
razón de la edad o de las capacidades del sujeto, puede ser relativizado, es
crear un precedente para el exterminio de seres humanos políticamente
indeseables por razón de la raza, como aconteció en la Alemania nazi, o por
motivos ideológicos, como ocurrió en la Rusia soviética y en la dictadura
militar argentina.
Portugal puede enorgullecerse
de haber sido uno de los primeros países en abolir la pena de muerte, pero
puede contravenir su tradición humanista si cediera a la presión de los grupos
que promueven abiertamente la eutanasia y que tienen influencia en la vida
política, en la comunicación social y en la opinión pública.
No será, por eso,
desproporcionado recordar que menos de un siglo nos separa de la barbarie nazi,
responsable del exterminio de millones de inocentes.
Ciertamente, ni todos los
alemanes eran nacional-socialistas, ni mucho menos asesinos, pero su
indiferencia y su complacencia con la política racista y eugenésica de Hitler, y
de su pequeño grupo, permitió uno de los peores genocidios que recuerda la historia
de la humanidad.
Sacerdote católico
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