Hoy, defender que un niño ya concebido pero aún no nacido
es parte del cuerpo de la madre es, desde el punto de vista científico, tan
anacrónico como absurdo sería defender, en pleno siglo XXI, el geocentrismo.
“¡Una gran victoria de la vida!” –con esta
expresión triunfal el presidente de la comisión de ética del Centro Hospitalario
de Lisboa Central (CHLC), dr. Gonçalo Cordeiro Ferreira, saludó el nacimiento,
el pasado día 7 de junio, de un niño de sexo masculino, cuatro mese después de
la muerte cerebral de su madre.
A pesar de que, el veinte de
febrero pasado, había sido declarada la muerte cerebral de la madre, el hijo,
entonces inviable, nació, ya con 32 semanas, la pasada tercera feria, en el Hospital
de San José. Según el presidente de la Sociedad Portuguesa de Obstetricia y Medicina
Materno-Fetal, Dr. Luís Graça, un caso tal es rarísimo, no solo en Portugal
sino en todo el mundo. Afirmación además confirmada por el neuropediatra Dr.
Miguel Leão, presidente del Consejo Nacional de Ética de la Orden de los
Médicos, que también acompañó este proceso.
Según los especialistas, no
es fácil mantener, simultáneamente, la vida de una madre embarazada, cuya
muerte cerebral ha sido comprobada clínicamente, y la vida intrauterina del
hijo. Obviamente, si la vida de la madre, después de su muerte cerebral, no
fuese susceptible de ser mantenida por vía artificial y el hijo en ella
engendrado no fuese viable, lo que generalmente sólo ocurre después de 24
semanas de gestación, habría que lamentar la pérdida irreparable de dos vidas. Desde
el punto de vista ético, nada obliga a la prolongación artificial de una vida después
de verificar la muerte cerebral. Pero, cuando se trata de una embarazada y el
hijo aún no es viable, es moralmente exigible que se mantenga, por medios artificiales,
la vida de la madre, por lo menos hasta cuando ya se pueda provocar el
nacimiento del niño. Fue lo que ahora aconteció, gracias a Dios y también a la
medicina portuguesa, que está, por eso, de enhorabuena.
Si las ecografías ya habían
demostrado que el feto tiene una vida propia, diferente de la vida materna,
estos casos aún más confirman que la vida de la madre nunca se confunde con la
de su hijo, aunque este aún no haya nacido. Hoy, defender que el niño ya concebido
pero aún no nacido es parte del cuerpo de la madre es, desde el punto de vista
científico, tan anacrónico como absurdo sería defender, en pleno siglo XXI, el
geocentrismo. No deja de ser paradójico que los partidos supuestamente más
modernos y progresistas, en términos políticos, sean en general, los más
oscurantistas y retrógrados desde el punto de vista científico y social.
Cuando algunos pretenden
deshonrar la nobilísima profesión médica, así como los demás profesionales de
la salud, atribuyéndoles funciones contrarias a la vida que contradicen el
juramento hipocrático, es particularmente oportuno saludar este triunfo, no
solo de la ciencia clínica, sino también de la ética humanista. Más allá del
éxito técnico, importa señalar este componente humano, que tan expresivamente se
verificó en este caso.
Como el “Observador”
oportunamente recogió, “los médicos lloraron cuan el bebé nació”. A su vez, la doctora Ana Escoval, presidenta
del Consejo de Administración del centro Hospitalario de Lisboa Central, declaró
que, cuando se produjo el tan deseado nacimiento del niño, “hubo una carga
emocional fortísima”, incluso por parte de los profesionales más habituados a
este tipo de situaciones. También el director clínico del Hospital de San José,
Dr. Antonio Sousa Guerreiro, testimonió un sentimiento que es ciertamente común
a todos los profesionales de la salud: “Tenemos una profunda tristeza por la
muerte de alguien y un momento de alegría siempre que nace un niño”.
Es muy de saludar el
increíble desarrollo de la técnica médica, en todos sus ámbitos, pero no es
menos importante que ese progreso se realice siempre de acuerdo con los
principios éticos. Por eso, no todo lo que científicamente se puede hacer debe
ser hecho, o sea, es moralmente lícito.
Las experiencias médicas
realizadas en los campos d concentración nazis son un triste ejemplo de lo que
acontece cuando la técnica se divorcia de la ética: se convierte, en breve
espacio de tiempo, en una práctica monstruosa. Cuando la ciencia no está al
servicio de la vida y del bien común, se transforma fácilmente en un
instrumento de opresión y de muerte. Los propios profesionales de la salud se
pueden volver unos auténticos verdugos si, como en el régimen nazi, sustituyen el
juramento hipocrático por una servir obediencia a las exigencias inmorales del
poder, sea él político o económico.
No basta que los médicos,
enfermeros y auxiliares sean buenos técnicos. Es preciso, sobre todo, que sean
personas de principios morales. Si lo fueran, en ningún caso permitirán que sus
conocimientos sean usados para otro fin que no sea la defensa de la vida, sea
en su fase inicial, como en este caso, sea en su fase terminal, no menos digna ciertamente
pero carente de ese apoyo técnico y moral.
http://observador.pt/opiniao/uma-grande-vitoria-da-vida/
No hay comentarios:
Publicar un comentario