P. Gonçalo Portocarrero de
Almada
Todas
las mujeres cristianas, sin necesidad del sacramento del Orden, pueden y deben
ser, sean legas o consagradas, solteras o casadas, apóstolas de apóstoles, como
María Magdalena.
Con fecha del 3 de junio de
2016, el Papa Francisco, a través de uno de sus más próximos y valiosos
colaboradores, el Cardenal Robert Sarah, prefecto para la Congregación para el
Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, decretó que la celebración
litúrgica de Santa María Magdalena pasase a ser fiesta, a realizar todos los
años el día 22 de julio, que era ya el de su memoria.
Esta promoción litúrgica de la
Santa de Magdala sucede por exigencia de varios criterios pastorales que, en el
referido decreto, sumariamente se refieren: “En la actualidad, cuando la
Iglesia es llamada a reflexionar más profundamente sobre la mujer , la nueva
evangelización y la grandeza del misterio de la misericordia divina, pareció
conveniente que el ejemplo de Santa María Magdalena fuese también puesto a los
fieles de una forma más adecuada. Por eso, esta mujer conocida por haber amado
a Cristo y por haber sido muy amada por Cristo, llamada por San Gregorio Magno
‘testimonio de la divina misericordia’ y por Santo Tomás de Aquino ‘la apóstola
de los apóstoles’, puede ser hoy propuesta a los fieles como paradigma del
servicio de las mujeres en la Iglesia”.
A este propósito, el
Secretario para el Culto Divino, Arzobispo Arthur Roche, muy justamente recordó
que “fue Juan Pablo II quien dedicó una gran atención, no solo a la importancia
de las mujeres en la misión del propio Cristo y de la Iglesia, sino también, en
particular, al especial papel de María de Magdala, siendo el primer testigo que
vio al Resucitado, y la primera mensajera que anunció la resurrección del Señor
a los apóstoles (cfr. Mulieris dignitatem, n. 16)”.
Cuestión más difícil es la de determinar
quien fue, de hecho, María Magdalena. En el pasado, hubo quien la identificó
con la pecadora que derramó el perfume en casa de Simón, el fariseo; pero la
moderna exégesis desmiente esa identificación. Tal vez esa confusión haya
originado la mala fama que, desde entonces, persigue a esta santa. Por eso, la
tradición popular le imputa un pasado lujurioso, que la Biblia, con todo, no
corrobora.
Siempre fueron muy poco
indulgentes los hombres para con los pecados de esta naturaleza, que aún hoy
son considerados de los más vergonzosos. En cambio, a los ojos de Dios, puede
ser más grave el orgullo o la ira de un corazón que, aunque inocente de
cualquier pecado carnal es, al final, más impuro. Por eso, Jesús no deja de
reprobar la soberbia de los que, como los fariseos, se consideraban a sí mismos
justos y despreciaban a las pecadoras públicas que, en cambio, los precederían
en el reino de los Cielos. Pero, aunque inocente de esos pecados, María
Magdalena también tendría sus propias culpas, pues de ella se dice que “habían
salido siete demonios” (Lc. 8, 2)
Más importante que averiguar
el pasado, más o menos pecaminoso, de María Magdalena, interesa su virtud, su
amor a Cristo, porque también ella, como además todos nosotros, solo puede ser
perdonada por el amor, como Jesús enseñó al farisaico Simón: “Están perdonados
sus muchos pecados, porque amó mucho ” (Lc. 7,47).
Los santos no fueron, al contrario
de lo que una cierta mentalidad puritana tiende a creer, los que no pecaron
nunca, o los que pecaron poco, sino los que mucho amaron, aunque hubieran
pecado, algunos incluso mucho. (cfr. 1Cor 13, 1-3).
María Magdalena fue una gran
santa porque amó mucho y fue también muy amada por Cristo. No al modo como a algunos
ignorantes les gusta ahora ‘romancear’, en novelas de cordel que tal vez sean
best-sellers comerciales, sino que nada tienen de verosímil. Los desmiente la
reverencia de la buena mujer de Magdala para con su Maestro el Señor, a quien
trata con indiscutible amor, pero también con el respeto debido por la criatura
hacia su creador. Por eso, cuando finalmente lo descubre en aquel que antes
creía ser el hortelano, no lo trata familiarmente por su nombre propio, como
sería de esperar entre cónyuges o amantes, sino con la deferencia que la
discípula debe a su Maestro (Jn. 20, 16). También las palabras que Jesús opone
al ímpetu de su efusiva alegría cuando, por fin, lo reconoce (Jn. 20, 17),
señala, sin lugar a dudas, la distancia siempre observada entre la humilde
sierva y su divino Señor.
Su fe se afirma sobre todo en
la gloriosa resurrección de su Maestro, de la que ella será, por especialísima
gracia, primera testigo. Como escribió Arthur Roche, “precisamente porque fue
testigo ocular de Cristo resucitado, fue también, por otro lado, la primera en
dar testimonio de Él a los apóstoles”. De este modo se convirtió en
evangelista, o sea, en mensajera que anuncia la buena nueva de la resurrección
del Señor.
La elevación a fiesta de la
conmemoración litúrgica de maría magdalena expresa, en términos litúrgicos, el
reconocimiento de su calidad de apóstola: “por eso -como dice el Secretario de
la Congregación para el Culto Divino- es justo que la celebración litúrgica de
esta mujer adquiera el mismo grado de fiesta dado a las celebraciones de los
apóstoles en el Calendario Romano Geral y que se destaque la especial misión de
esta mujer, que es ejemplo y modelo para todas las mujeres en la iglesia”.
¡Los que pretendan la promoción
de las mujeres en la iglesia por vía de su clericalización, tal vez piensen que
esta reforma litúrgica preanuncia su admisión al sacerdocio ministerial, pero
es más lógico que quiera decir exactamente lo contrario. Por eso, si María Magdalena,
sin haber recibido nunca el diaconado, ni el presbiterado o el episcopado,
puede ser y de hecho fue apóstola, también todas las mujeres cristianas, sin
necesidad del sacramento del Orden en
ninguno de sus tres grados, pueden y deben ser, sean legas o consagradas, solteras
o casadas, no solo apóstolas, sino apóstolas de los apóstoles, como Santa María
Magdalena!
http://observador.pt/opiniao/maria-madalena-a-apostola-dos-apostolos/
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