Mucho se ha hablado recientemente
del miedo y del coraje. Barcelona, en una masiva reacción al
atentado en el que murieron más de una docena de personas, entre
las cuales dos eran portuguesas, tuvo a gala en decir al mundo
entero que no tienen miedo. Entre nosotros, un miembro del gobierno
asumió públicamente su homosexualidad y, como suele ocurrir en
estos casos, luego surgieron voces enalteciendo su coraje.
Yo tengo miedo, gracias a Dios. No de que me caiga el cielo encima de la cabeza, como los irreductibles galeses, sino de ser matado o herido en un atentado terrorista o, peor aún, que eso le suceda a personas de mi familia, o a mis amigos. Tengo miedo por las personas de mi país y de todos los países, por los pobres y necesitados y por los ricos y poderosos, por los niños, por los jóvenes, por los adultos y por los ancianos.
Tengo miedo del terrorismo islámico, el único que verdaderamente amenaza ahora a Europa, por más que los ingenuos de costumbre nos quieran prevenir contra el peligro de la islamofobia. Tal vez, a principios del siglo pasado, se tuviese miedo a la camorra; o, en los años 70 y 80, de los revolucionarios de la Baader Meinhof, de los guerrilleros del IRA, de los separatistas de ETA, de los 'bombistas' de las FP-25 y de los comunistas de las Brigadas Rojas. En la actualidad, ninguno de esos grupos terroristas representan una amenaza real para nuestro país, o para el mundo. Pero tiene sentido, aquí y ahora, temer a los asesinos que, en nombre de su religión, siembran el terror por toda Europa y no solo. Si son, o no son, islámicos, es problema de ellos y de las respectivas autoridades religiosas, no mío.
El miedo es como el dolor: una señal vital de un peligro real. Las peores dolencias no son las que causan un gran sufrimiento, sino kas que no se sienten, porque nadie se tratará de una enfermedad que no sabe que tiene. El miedo es la reacción natural ante un peligro inminente: sólo los inconscientes no lo tienen. Es bueno tener miedo. Ser valiente no es sinónimo de no tener miedo, sino de saber actuar ante el peligro de manera razonable, sin ser cobarde ni temerario.
Desgraciadamente, el presidente de la Cámara de Barcelona no tuvo miedo y, por eso, no se previno contra la posibilidad de un atentado terrorista como el que ya había ocurrido en el sur de Francia. Si hubiese tenido miedo, tal vez hubiese impedido la matanza de más de una docena de seres humanos. Su falta de miedo fue muy útil para los terroristas, que así se beneficiaron de su negligencia, resultando susceptible responsabilidad criminal.
Si en España, por lo visto, falta miedo, en Portugal tenemos exceso de coraje. Por eso, una valerosa secretaria de Estado, como una Joana d’Arc de las causas rupturistas, confesó su homosexualidad. Luego numerosas voces saludaron el gesto valiente, tanto más meritorio como inédito entre nuestros políticos, muy amigos de estas causas, pero muy reservados en cuanto a sus preferencias personales. Hay quien cree una hipocresía que un diputado, o ministro, no revele públicamente su tendencia sexual, pero yo soy de los que defienden que tal descripción revela una loable pudor, alguna decencia e.q.b. sentido de Estado.
Salvada la libertad de expresión
de todas las personas, no todo se puede hacer, o decir, por quien
tiene responsabilidad de gobierno. Era obvio que un ministro que, en
plena sesión parlamentaria, hizo un gesto grosero a un diputado, no
está en condici0nes de continuar en el desempeño de sus funciones.
Los secretarios de Estado que aceptaron favores que comprometen su
imparcialidad, actúan igualmente de forma éticamente inadecuada a
su responsabilidad de gobierno. Tampoco se supone que un miembro del
gobierno haga confidencias públicas sobre su orientación sexual,
sea quien fuere, Es razonable exigir a los miembros del gobierno el
decoro y la dignidad propias de las funciones que desempeñan,
también cuando hablan de su vida privada, porque la transparencia y
escrutinio a que está obligado un gobernante, en un régimen
democrático, no incluye secretos de alcoba.Yo tengo miedo, gracias a Dios. No de que me caiga el cielo encima de la cabeza, como los irreductibles galeses, sino de ser matado o herido en un atentado terrorista o, peor aún, que eso le suceda a personas de mi familia, o a mis amigos. Tengo miedo por las personas de mi país y de todos los países, por los pobres y necesitados y por los ricos y poderosos, por los niños, por los jóvenes, por los adultos y por los ancianos.
Tengo miedo del terrorismo islámico, el único que verdaderamente amenaza ahora a Europa, por más que los ingenuos de costumbre nos quieran prevenir contra el peligro de la islamofobia. Tal vez, a principios del siglo pasado, se tuviese miedo a la camorra; o, en los años 70 y 80, de los revolucionarios de la Baader Meinhof, de los guerrilleros del IRA, de los separatistas de ETA, de los 'bombistas' de las FP-25 y de los comunistas de las Brigadas Rojas. En la actualidad, ninguno de esos grupos terroristas representan una amenaza real para nuestro país, o para el mundo. Pero tiene sentido, aquí y ahora, temer a los asesinos que, en nombre de su religión, siembran el terror por toda Europa y no solo. Si son, o no son, islámicos, es problema de ellos y de las respectivas autoridades religiosas, no mío.
El miedo es como el dolor: una señal vital de un peligro real. Las peores dolencias no son las que causan un gran sufrimiento, sino kas que no se sienten, porque nadie se tratará de una enfermedad que no sabe que tiene. El miedo es la reacción natural ante un peligro inminente: sólo los inconscientes no lo tienen. Es bueno tener miedo. Ser valiente no es sinónimo de no tener miedo, sino de saber actuar ante el peligro de manera razonable, sin ser cobarde ni temerario.
Desgraciadamente, el presidente de la Cámara de Barcelona no tuvo miedo y, por eso, no se previno contra la posibilidad de un atentado terrorista como el que ya había ocurrido en el sur de Francia. Si hubiese tenido miedo, tal vez hubiese impedido la matanza de más de una docena de seres humanos. Su falta de miedo fue muy útil para los terroristas, que así se beneficiaron de su negligencia, resultando susceptible responsabilidad criminal.
Si en España, por lo visto, falta miedo, en Portugal tenemos exceso de coraje. Por eso, una valerosa secretaria de Estado, como una Joana d’Arc de las causas rupturistas, confesó su homosexualidad. Luego numerosas voces saludaron el gesto valiente, tanto más meritorio como inédito entre nuestros políticos, muy amigos de estas causas, pero muy reservados en cuanto a sus preferencias personales. Hay quien cree una hipocresía que un diputado, o ministro, no revele públicamente su tendencia sexual, pero yo soy de los que defienden que tal descripción revela una loable pudor, alguna decencia e.q.b. sentido de Estado.
Sin poner en entredicho la
honorabilidad de la persona en cuestión, la verdad es que es
ridículo alabar el 'coraje' de tal declaración. ¡¿Valentía por
qué!? ¿Es que, quien la hace, pone en riesgo su propia carrera!?
¡Es obvio que no! ¿Podrá, por ese motivo, perder el cargo? ¡De
ningún modo! ¿Por haber dicho lo que dijo, va a ir a prisión? Tal
ves en Tchetchénia, o en Arabia Saudita, pero en este país de
costumbres blandas, donde la comunicación social alaba a quien
recurre a estos medios para conseguir alguna exclusiva. ¿¡Dónde
está el 'coraje' de ser miembro del gobierno, con todos los
privilegios correspondientes, y vivir con una amiga y presumir de
ello!?
Valientes son las mujeres que, presionadas para abortar, no lo hacen. Valientes son las que tienen la generosidad de crear y educar una familia numerosa, a costa de todo tipo de privaciones e incomprensiones. Valientes son las que acogen como propios a los niños que los padres rechazan. Valientes son las que aceptan y cuidan de un hijo deficiente. Valientes son las que, abandonadas sin culpa por el cónyuge, o viceversa, permanecen fieles a su compromiso matrimonial. Valientes son las que no abandonan a los hijos toxicómanos.
Valientes son las que, en una sociedad pagana y hedonista, no viven según sus apetencias egoístas, más o menos extravagantes, sino de acuerdo con las exigencias altruistas de la moral cristiana. Valientes son las que no abandonan a los padres ancianos en una residencia de la tercera edad, y cuidan de ellos hasta el final. Valientes son las que no tienen miedo a la muerte, ni la cobardía de la eutanasia. Valientes son las que, como Santa Teresa de Calcuta y tantas otras santas mujeres cristianas, solteras o casadas, consagradas o legas, olvidándose de sí mismas, aman y generosamente se entregan al servicio de otros. A pesar de todo.
Valientes son las mujeres que, presionadas para abortar, no lo hacen. Valientes son las que tienen la generosidad de crear y educar una familia numerosa, a costa de todo tipo de privaciones e incomprensiones. Valientes son las que acogen como propios a los niños que los padres rechazan. Valientes son las que aceptan y cuidan de un hijo deficiente. Valientes son las que, abandonadas sin culpa por el cónyuge, o viceversa, permanecen fieles a su compromiso matrimonial. Valientes son las que no abandonan a los hijos toxicómanos.
Valientes son las que, en una sociedad pagana y hedonista, no viven según sus apetencias egoístas, más o menos extravagantes, sino de acuerdo con las exigencias altruistas de la moral cristiana. Valientes son las que no abandonan a los padres ancianos en una residencia de la tercera edad, y cuidan de ellos hasta el final. Valientes son las que no tienen miedo a la muerte, ni la cobardía de la eutanasia. Valientes son las que, como Santa Teresa de Calcuta y tantas otras santas mujeres cristianas, solteras o casadas, consagradas o legas, olvidándose de sí mismas, aman y generosamente se entregan al servicio de otros. A pesar de todo.
http://observador.pt/opiniao/o-medo-e-a-coragem/http://observador.pt/opiniao/o-medo-e-a-coragem/
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