domingo, 5 de octubre de 2014

Algún día tenía que suceder esto.


 ( La vedad es que mientras leía me veía reflejado completamente, con el agravante de que  yo he vivido las dos crisis: la del 73,  4 largos años de paro hasta encontrar mi primer trabajo, y la vigente, tan horrible en muchos sentidos, y porque ahora la padece mi propio hijo; ¿será esa mi herencia?...) 
Pero, son otros tiempos, no podemos enseñar nada, hemos abierto una sima muy profunda, aunque aún se mantienen algunos lazos entre las generaciones de antes y de ahora, sean por el interés, sean por inercia, sean por amor... )


por Mia Couto

Está sin blanca la generación de los padres que educaron a sus hijos pequeños en una abundancia caprichosa, protegiéndolos de dificultades y escondiéndoles las cosas amargas de la vida. Está a prueba la generación de los hijos que nunca fueron enseñados a lidiar con las frustraciones.

La ironía de todo esto es que los jóvenes que ahora se dicen (y también están) a prueba son los que más tuvieron de todo. Nunca ninguna generación fue, como esta, tan privilegiada en su infancia y en su adolescencia. Y nunca la sociedad exigió tan poco a sus jóvenes como les ha sido exigido en los últimos años.

Deslumbrados con la mejoría significativa de las condiciones de vida, mi generación y las siguientes (actualmente entre los 30 y los 50) se vengaron de las dificultades en que fueron criados, en el antes o el después de 1974, y quisieron dar a sus hijos lo mejor.

Ansiosos por sublimar sus propias frustraciones, los padres invertirán en sus descendientes: les proporcionarán los estudios   que hacen de ellos la generación más cualificada de todos los tiempos (ahí estamos…), pero también les darán una vida desahogada, mimos y privilegios, entradas en locales de diversión, carnet de conducir y primer automóvil, depósitos de combustible llenos, dinero en embolsillo para que nada les faltase. Aún cuando las expectativas de primer empleo fracasaran, la familia continuó presente, garantizando a los hijos la cama, mesa y ropa lavada.

Durante años, acreditaron estos padres y estas madres que harían lo mejor; el dinero va llegando para comprar (casi) todo, muchas veces en sustitución de principios y de una educación para la cual no había tiempo, ya que él era todo para el trabajo, garante del salario con que se compra (casi) todo.

Después vino la crisis, el aumento del costo de vida, el desempleo,… la vaquiña enflaqueció, feneció, se secó.

Fue entonces cuando los padres quedaron sin blanca.

Los padres sin blanca no van a un concierto, pero sus renuevos llenan Pabellones Atlánticos y festivales de música y bares y discotecas donde no se entra de balde ni se consume fiado.

Los padres sin blanca dejaron de ir al restaurante, para poder continuar pagando restaurante a los hijos,  en un país donde una fiesta  de aniversario de adolescente que se precie es en el restaurante y vedada a los padres.

Son padres que cuentan los céntimos para pagar, sin blanca, las cuentas de agua y de luz y del resto, y que renuncian a sus pequeños placeres para que los hijos no prescindan de Internet, de banda ancha y alta velocidad, ni de los cualquiercosaphones o pads, siempre de última generación.

Son estos mismos padres sin blanca, que ya no aguantan, los que comienzan a tener que decir “no”. ¡Es un “no” que nunca enseñaron a los hijos a escuchar, y que por eso ellos no soportan, ni comprenden, porque ellos tienen derechos, porque ellos tienen necesidades, porque ellos tienen expectativas, porque les han dicho que ellos son muy buenos y ellos quieren, y quieren, quieren lo que ya nadie les puede dar!

La sociedad recoge así hoy los frutos de lo  que sembró durante por lo menos dos décadas.

Es ahora una generación de padres impotentes y frustrados.

Es ahora una generación joven altamente cualificada, que anduvo mucho por escuelas y facultades pero que estudió poco y que aprendió y sabe en la proporción de lo que estudió. Una generación que colecciona diplomas con que  alimenta a los padres el ego hinchado, pero que son una ilusión, pues corresponden  a poco conocimiento teórico y a dudosa capacidad operativa.

Es una generación que va a todas partes, pero que no sabe estar en ningún sitio. Una generación que tiene acceso a la información sin que eso signifique que está informada; una generación con escasas competencias de lectura e interpretación de la realidad en que está inserto.

Es una generación habituada a comunicarse mediante abreviaturas y frustrada por no poder abreviar del mismo modo el camino hacia el éxito. Una generación que desea saltar las etapas del ascenso social a la misma velocidad que quemó las etapas de crecimiento.  Una generación que distingue mal la diferencia entre empleo y trabajo, ambicionando más aquel que éste, en un tiempo en que ni uno ni otro abundan.

Es una generación que, de repente, se apercibió de que no manda en el mundo como mandó en los padres y que ahora quiere dictar reglas a la sociedad como las fue dictando a la escuela, estúpidamente y sin maneras.

Es una generación tan habituada al mucho y a lo superfluo que lo poco no le llega y lo accesorio se le tornó indispensable.

Es una generación consumista, insaciable y completamente desorientada.

Es una generación preparada para ser arrastrada, para servir de cabalgadura a quien es experto en el arte de cabalgar demagógicamente sobre la desesperación ajena.

¿Hay talento y cultura y capacidad y competencia y solidaridad e inteligencia en esta generación?

¡Claro que hay. Conozco unos buenos y valientes puñados de ejemplos!

Los jóvenes que detentan esta capacidades-características no encajan en el retrato colectivo, se identifican poco con sus contemporáneos, y no son esos que se quejan así (aunque estén sin blanca, como todos nosotros).

Llego a tener la impresión de que, si algunos jóvenes más exaltados pudiesen, tirarían a la cuneta a sus contemporáneos que trabajan bien, los que son emprendedores, los que consiguen buenos resultados académicos, porque, ¡qué envidia! ¡Qué fastidio!, son pijos, cromos que sólo estorban a los otros (como se vio en el último Prós y Contras) y, ¡oh,  injusticia! Ya son capaces de agarrar buenos sueldos y subir en la vida.

Y nosotros, los más viejos, estaremos en vías de ser cazados a la entrada de nuestros lugares de trabajo, para que dejemos libres los envidiados  lugares a los que algunos creen tener derecho y que por lo visto –y prueba lo que últimamente hemos oído de algunas almas- ocupamos injusta, inmerecida e indebidamente?!!!

A pesar del tono de esta mi prosa, lo que yo tengo precisamente es pena de estos jóvenes. Todo lo que he escrito antes sirve sólo para demostrar mi firme convicción de que la culpa no es de ellos.

La culpa de todo esto es nuestra, que no supimos formar ni educar, ni hacer mejor, pero es una culpa que muere soltera, porque es de todos, y la sociedad no consigue , no quiere, no puede asumirla. Curiosamente, no es esta la culpa mayor de la que nos acusan los jóvenes.

¿Habrá prueba más triste de nuestro fracaso?


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