domingo, 26 de octubre de 2014

Divorcio, casamiento natural y matrimonio cristiano


P. GONÇALO PORTOCARRERO DE ALMADA
http://www.vozdaverdade.org/site/index.php?id=4246&cont_=ver3

Sólo una iglesia divorciada de Cristo puede aceptar el divorcio matrimonial.

Mucho se tiene hablado y escrito recientemente sobre la posibilidad que los fieles cristianos divorciados, que viven maritalmente con una persona a la que se han unido civilmente, puedan acceder a la comunión eucarística. Ahora bien, como a nadie es lícito comulgar viviendo en intimidad con quien no es su cónyuge, sólo será posible si se admite, a efectos pastorales, la disolubilidad del matrimonio cristiano.

El matrimonio cristiano no es más, en realidad, que el casamiento natural elevado a la condición de sacramento, o sea, de señal eficaz de la gracia de la salvación. Mucho antes de Cristo y de la Iglesia, ya existía aquella comunión fecunda de vida y de amor a la que, después, fue dada la trascendencia sobrenatural. Adán y Eva no se casaron por la Iglesia, ni en la sinagoga, ni en el registro civil, pero eran marido y mujer porque el casamiento, antes de ser un sacramento cristiano, es una institución natural, tan antigua como la propia humanidad.

Es a esa originaria unión exclusiva e irrevocable a la que Jesucristo se refiere cuando alude al “principio” (Mt 19, 4.8). Por estar esencialmente abierta a la vida, esa unión sólo puede ser  establecida entre una mujer y un varón y debe durar mientras los dos cónyuges estuvieran vivos. Estas exigencias son propiedades naturales del casamiento, que no derivan, por tanto, de su elevación al orden sacramental. Quiere esto decir que son universales y, por tanto, aplicables a todos los seres humanos, cualesquiera que sean sus convicciones religiosas, políticas, sociales, etc.

Las palabras de Cristo en cuanto a la indisolubilidad matrimonial no permiten, por así decir, grandes innovaciones teológicas, o pastorales. Para el Señor, marido y mujer son siempre “uno solo” (Mt 19, 19, 5-6) y, por eso, “no separe el hombre lo que Dios unió” (Mt 19, 6). Que “el hombre” sea una autoridad estatal o eclesial, o incluso ambos cónyuges, poco importa, en la medida en que la prohibición, salvo mejor opinión, a todos alcanza.

¡¿Pero, no es legítimo, según el propio Cristo, en el caso de “unión ilegal” (Mt 19, 9), o divorcio?! Si el maestro hubiera permitido, en este caso singular, la disolución del matrimonio, la Iglesia ciertamente que no lo podría negar, so pena de contradecir a su divino fundador. Es verdad que Jesús hizo una excepción, en el caso de infidelidad de una de las partes, no para disolver el matrimonio, sino solamente para legitimar la separación de los cónyuges. Además, hace dos mil años, el repudio era tolerado entre los judíos. Por lo tanto, hay situaciones de extrema gravedad en que la Iglesia admite la separación de hecho y de derecho de los esposos que, delante de Dios, continúan siendo marido y mujer. Consecuentemente, según el texto bíblico, no se le permite a la persona que repudia, ni a la repudiada, aunque sea inocente, un nuevo casamiento: cualquier persona, si “se casa con otra, comete adulterio” (Mt 19, 9).

¿En pleno siglo XXI, no será excesiva esta exigencia, cuando tantos cristianos, no obstante su compromiso matrimonial, viven maritalmente con quien  no se han casado por la Iglesia? ¿Sin negar los principios doctrinales, no sería más pastoral permitirla comunión eucarística de estos católicos?

También hace dos mil años la moral matrimonial cristiana parecía tan desproporcionada que algunos fieles dijeron: “¡Si es esa la situación del hombre ante la mujer, no es conveniente casarse! (Mt 19, 10). Pero el misericordiosísimo Cristo no la alteró, ni siquiera cuando, precisamente a propósito de la comunión eucarística, “muchos de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con Él” (Jo 6, 66). Pablo entendía el casamiento a la luz de la nueva alianza del Salvador con su pueblo: sólo una Iglesia divorciada de Cristo podría aceptar el divorcio matrimonial. Hasta para el propio Pedro fue difícil, porque tuvo la doble desgracia  de quedar viudo y de ver a Jesús curar a su suegra…


Cualesquiera que sean las conclusiones sinodales, todos los cristianos, con el Papa y en la Iglesia, deben confesar su fe en Cristo, pues sólo Él tiene “palabras de vida eterna!” (Jo 6, 68).

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