P. GONÇALO PORTOCARRERO
DE ALMADA
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Sólo una iglesia divorciada de
Cristo puede aceptar el divorcio matrimonial.
Mucho se tiene hablado
y escrito recientemente sobre la posibilidad que los fieles cristianos
divorciados, que viven maritalmente con una persona a la que se han unido
civilmente, puedan acceder a la comunión eucarística. Ahora bien, como a nadie
es lícito comulgar viviendo en intimidad con quien no es su cónyuge, sólo será
posible si se admite, a efectos pastorales, la disolubilidad del matrimonio
cristiano.
El matrimonio cristiano
no es más, en realidad, que el casamiento natural elevado a la condición de
sacramento, o sea, de señal eficaz de la gracia de la salvación. Mucho antes de
Cristo y de la Iglesia, ya existía aquella comunión fecunda de vida y de amor a
la que, después, fue dada la trascendencia sobrenatural. Adán y Eva no se
casaron por la Iglesia, ni en la sinagoga, ni en el registro civil, pero eran
marido y mujer porque el casamiento, antes de ser un sacramento cristiano, es
una institución natural, tan antigua como la propia humanidad.
Es a esa originaria
unión exclusiva e irrevocable a la que Jesucristo se refiere cuando alude al
“principio” (Mt 19, 4.8). Por estar esencialmente abierta a la vida, esa unión
sólo puede ser establecida entre una
mujer y un varón y debe durar mientras los dos cónyuges estuvieran vivos. Estas
exigencias son propiedades naturales del casamiento, que no derivan, por tanto,
de su elevación al orden sacramental. Quiere esto decir que son universales y,
por tanto, aplicables a todos los seres humanos, cualesquiera que sean sus
convicciones religiosas, políticas, sociales, etc.
Las palabras de Cristo
en cuanto a la indisolubilidad matrimonial no permiten, por así decir, grandes
innovaciones teológicas, o pastorales. Para el Señor, marido y mujer son
siempre “uno solo” (Mt 19, 19, 5-6) y, por eso, “no separe el hombre lo que
Dios unió” (Mt 19, 6). Que “el hombre” sea una autoridad estatal o eclesial, o
incluso ambos cónyuges, poco importa, en la medida en que la prohibición, salvo
mejor opinión, a todos alcanza.
¡¿Pero, no es legítimo,
según el propio Cristo, en el caso de “unión ilegal” (Mt 19, 9), o divorcio?! Si
el maestro hubiera permitido, en este caso singular, la disolución del
matrimonio, la Iglesia ciertamente que no lo podría negar, so pena de
contradecir a su divino fundador. Es verdad que Jesús hizo una excepción, en el
caso de infidelidad de una de las partes, no para disolver el matrimonio, sino solamente
para legitimar la separación de los cónyuges. Además, hace dos mil años, el
repudio era tolerado entre los judíos. Por lo tanto, hay situaciones de extrema
gravedad en que la Iglesia admite la separación de hecho y de derecho de los
esposos que, delante de Dios, continúan siendo marido y mujer. Consecuentemente,
según el texto bíblico, no se le permite a la persona que repudia, ni a la
repudiada, aunque sea inocente, un nuevo casamiento: cualquier persona, si “se
casa con otra, comete adulterio” (Mt 19, 9).
¿En pleno siglo XXI, no
será excesiva esta exigencia, cuando tantos cristianos, no obstante su compromiso
matrimonial, viven maritalmente con quien
no se han casado por la Iglesia? ¿Sin negar los principios doctrinales, no
sería más pastoral permitirla comunión eucarística de estos católicos?
También hace dos mil
años la moral matrimonial cristiana parecía tan desproporcionada que algunos
fieles dijeron: “¡Si es esa la situación del hombre ante la mujer, no es
conveniente casarse! (Mt 19, 10). Pero el misericordiosísimo Cristo no la alteró,
ni siquiera cuando, precisamente a propósito de la comunión eucarística, “muchos
de sus discípulos volvieron atrás y ya no andaban con Él” (Jo 6, 66). Pablo
entendía el casamiento a la luz de la nueva alianza del Salvador con su pueblo:
sólo una Iglesia divorciada de Cristo podría aceptar el divorcio matrimonial. Hasta
para el propio Pedro fue difícil, porque tuvo la doble desgracia de quedar viudo y de ver a Jesús curar a su
suegra…
Cualesquiera que sean
las conclusiones sinodales, todos los cristianos, con el Papa y en la Iglesia,
deben confesar su fe en Cristo, pues sólo Él tiene “palabras de vida eterna!” (Jo
6, 68).
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