Francisco, como Pablo
VI, son hombres de Dios para todos los tiempos. Como él dice, “El Papa no es
Señor supremo, pero sí un supremo servidor –o ‘servus servorum Dei’ (el siervo
de los siervos de Dios)”.
El domingo pasado, con
ocasión de la conclusión del Sínodo extraordinario sobre la familia, el Papa
Francisco beatificó a su antecesor en la sede petrina, Giovanni Battista
Montini, más conocido por el nombre que asumió l ser elegido papa: Pablo VI.
El homenaje así ofrecido
al pontífice romano a quien cupo la difícil tarea de continuar y concluir el
Concilio Vaticano II, subraya la notable intervención de Pablo VI en el más
importante acontecimiento eclesial del siglo XX.
Cupo también a Montini la
ingrata gestión del posconcilio, tal vez uno de los tiempos de mayor turbulencia
en la historia contemporánea de la Iglesia. A pesar de los excelentes decretos
conciliares, el ambiente católico se mantuvo agitado durante algunos años: el
experimentalismo litúrgico y pastoral fue, de algún modo, responsable de que
millares de padres y religiosos que se laicizaron. La profunda crisis de los
años 70 fue vivida en la Iglesia universal con dramática intensidad, de la que
son expresiones opuestas al tradicionalismo de Mons. Lefebvre y la teología de
la liberación, de inspiración marxista.
Fue providencial
ciertamente el pontificado del Beato Pablo VI, que fue llamado a dirigir la
barca de Pedro en estas difíciles circunstancias. Aunque el magisterio común de
un Papa no goce de prerrogativa de infalibilidad, no se puede negar el carácter
profético de alguna de sus encíclicas, que aún hoy son una referencia
doctrinal.
Tal vez el más emblemático
texto del pontificado del Beato Pablo VI sea la encíclica Humanae vitae. Contrariando
a la mayoría de los peritos e incluso a una parte considerable del episcopado,
el entonces Papa, al mismo tiempo que se opuso a aborto e introdujo el concepto
de paternidad responsable, declaró ilícitos los métodos anticonceptivos no
naturales. Esta tesis, confirmada después por sus sucesores en la cátedra de Pedro,
sobre todo por las magistrales catequesis de San Juan Pablo II sobre la teología
del cuerpo, es ya un principio clásico de la teología moral y de la pastoral
católica. No es de extrañar, por tanto, que el reciente Sínodo haya reafirmado,
casi por unanimidad, 167 votos contra 9, “el mensaje de la encíclica Humanae
vitae de Pablo VI, que subraya la necesidad de respetar la dignidad de la
persona en la apreciación moral de los métodos de regulación de la natalidad.
A este propósito vale
la pena recordar un episodio relatado, en sus memorias, por un político
europeo, ya fallecido. Habiendo sido recibido en audiencia pontificia, este
estadista católico tuvo el atrevimiento de preguntar a Pablo VI si, en su
magisterio pontificio, alguna vez había sido consciente de haber actuado por
inspiración divina. Montini quedó algo sorprendido con la pregunta y, después
de unos instantes de reflexión dijo:
¡Sí, cuando firmé la Humana
evitae!
¡Nada más y nada menos
que la más contestada, más polémica y más controvertida de todas las encíclicas!
A pesar de eso … o, mejor dicho, ¡precisamente por eso!
Pablo VI, como es timbre
de los verdaderos profetas, más que un hombre de su tiempo, fue un hombre de
Dios, o sea, un hombre de todos los tiempos. Tuvo la lucidez y la audacia de los
auténticos pastores, que no ceden a las modas del momento, ni se dejan llevar
por el aplauso fácil de las mayorías dominantes o de lo que, en cada momento,
política o mediaticamente es más correcto. Y, en una cuestión de fe y de moral,
contrariando a obispos y teólogos y frustrando ingenuas expectativas, hizo uso,
con prudencia y coraje heroicas, de una suprema autoridad eclesial.
No fue por casualidad
que el Papa Francisco beatificó al Pablo VI en la liturgia que concluyó también
la conclusión del Sínodo extraordinario sobre la familia. En el pilar del Papa
de la Humanae vitae, también Francisco asumió, en esa celebración, como guardián
supremo de la fe de la Iglesia y de la tradición apostólica: “El Papa, en este
contexto, no es el señor supremo, pero sí un supremo servidor – el ‘servus
servorum Dei’ [el siervo de los siervos de Dios]; el garante de la obediencia y
de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y
a la tradición de la Iglesia, dejando de lado el arbitrio personal”.
El Papa, sea él Pedro,
Pablo o Francisco, no es un mero Primus inter pares, ni mucho menos el portavoz
del colegio episcopal, sino quien, por voluntad de Dios, está llamado a confirmar a los cristianos en
la fe. El mismo Pedro que, cuando se escandalizó de la cruz, Jesús lo reprobó
por haber cedido a la sabiduría humana, es el apóstol que Cristo elogió e
instituyó como primer pastor de la Iglesia universal, precisamente por haber revelado
lo que no procedía de su carne, ni de su sangre, sino del Padre que está en los
cielos.
Beato quiere decir, de
forma abreviada, bienaventurado. Desde el pasado 19 de Octubre de 2014, Pablo
VI lo es y, gracias a Dios, Francisco, como no podía ser de otra manera, sigue
por la misma vía. Por el camino que tiene un nombre: Cristo, que es también la
verdad y la vida.
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