domingo, 26 de octubre de 2014

Francisco y el Papa de la Humanae vitae



    
Francisco, como Pablo VI, son hombres de Dios para todos los tiempos. Como él dice, “El Papa no es Señor supremo, pero sí un supremo servidor –o ‘servus servorum Dei’ (el siervo de los siervos de Dios)”.

El domingo pasado, con ocasión de la conclusión del Sínodo extraordinario sobre la familia, el Papa Francisco beatificó a su antecesor en la sede petrina, Giovanni Battista Montini, más conocido por el nombre que asumió l ser elegido papa: Pablo VI.

El homenaje así ofrecido al pontífice romano a quien cupo la difícil tarea de continuar y concluir el Concilio Vaticano II, subraya la notable intervención de Pablo VI en el más importante acontecimiento eclesial del siglo XX.

Cupo también a Montini la ingrata gestión del posconcilio, tal vez uno de los tiempos de mayor turbulencia en la historia contemporánea de la Iglesia. A pesar de los excelentes decretos conciliares, el ambiente católico se mantuvo agitado durante algunos años: el experimentalismo litúrgico y pastoral fue, de algún modo, responsable de que millares de padres y religiosos que se laicizaron. La profunda crisis de los años 70 fue vivida en la Iglesia universal con dramática intensidad, de la que son expresiones opuestas al tradicionalismo de Mons. Lefebvre y la teología de la liberación, de inspiración marxista.

Fue providencial ciertamente el pontificado del Beato Pablo VI, que fue llamado a dirigir la barca de Pedro en estas difíciles circunstancias. Aunque el magisterio común de un Papa no goce de prerrogativa de infalibilidad, no se puede negar el carácter profético de alguna de sus encíclicas, que aún hoy son una referencia doctrinal.

Tal vez el más emblemático texto del pontificado del Beato Pablo VI sea la encíclica Humanae vitae. Contrariando a la mayoría de los peritos e incluso a una parte considerable del episcopado, el entonces Papa, al mismo tiempo que se opuso a aborto e introdujo el concepto de paternidad responsable, declaró ilícitos los métodos anticonceptivos no naturales. Esta tesis, confirmada después por sus sucesores en la cátedra de Pedro, sobre todo por las magistrales catequesis de San Juan Pablo II sobre la teología del cuerpo, es ya un principio clásico de la teología moral y de la pastoral católica. No es de extrañar, por tanto, que el reciente Sínodo haya reafirmado, casi por unanimidad, 167 votos contra 9, “el mensaje de la encíclica Humanae vitae de Pablo VI, que subraya la necesidad de respetar la dignidad de la persona en la apreciación moral de los métodos de regulación de la natalidad.

  
A este propósito vale la pena recordar un episodio relatado, en sus memorias, por un político europeo, ya fallecido. Habiendo sido recibido en audiencia pontificia, este estadista católico tuvo el atrevimiento de preguntar a Pablo VI si, en su magisterio pontificio, alguna vez había sido consciente de haber actuado por inspiración divina. Montini quedó algo sorprendido con la pregunta y, después de unos instantes de reflexión dijo:

¡Sí, cuando firmé la Humana evitae!

¡Nada más y nada menos que la más contestada, más polémica y más controvertida de todas las encíclicas! A pesar de eso … o, mejor dicho, ¡precisamente por eso!

Pablo VI, como es timbre de los verdaderos profetas, más que un hombre de su tiempo, fue un hombre de Dios, o sea, un hombre de todos los tiempos. Tuvo la lucidez y la audacia de los auténticos pastores, que no ceden a las modas del momento, ni se dejan llevar por el aplauso fácil de las mayorías dominantes o de lo que, en cada momento, política o mediaticamente es más correcto. Y, en una cuestión de fe y de moral, contrariando a obispos y teólogos y frustrando ingenuas expectativas, hizo uso, con prudencia y coraje heroicas, de una suprema autoridad eclesial.

No fue por casualidad que el Papa Francisco beatificó al Pablo VI en la liturgia que concluyó también la conclusión del Sínodo extraordinario sobre la familia. En el pilar del Papa de la Humanae vitae, también Francisco asumió, en esa celebración, como guardián supremo de la fe de la Iglesia y de la tradición apostólica: “El Papa, en este contexto, no es el señor supremo, pero sí un supremo servidor – el ‘servus servorum Dei’ [el siervo de los siervos de Dios]; el garante de la obediencia y de la conformidad de la Iglesia a la voluntad de Dios, al Evangelio de Cristo y a la tradición de la Iglesia, dejando de lado el arbitrio personal”.

El Papa, sea él Pedro, Pablo o Francisco, no es un mero Primus inter pares, ni mucho menos el portavoz del colegio episcopal, sino quien, por voluntad de Dios,  está llamado a confirmar a los cristianos en la fe. El mismo Pedro que, cuando se escandalizó de la cruz, Jesús lo reprobó por haber cedido a la sabiduría humana, es el apóstol que Cristo elogió e instituyó como primer pastor de la Iglesia universal, precisamente por haber revelado lo que no procedía de su carne, ni de su sangre, sino del Padre que está en los cielos.

Beato quiere decir, de forma abreviada, bienaventurado. Desde el pasado 19 de Octubre de 2014, Pablo VI lo es y, gracias a Dios, Francisco, como no podía ser de otra manera, sigue por la misma vía. Por el camino que tiene un nombre: Cristo, que es también la verdad y la vida.



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