lunes, 13 de octubre de 2014

El lugar de Dios

  
por JOAO CÉSAR DAS NEVES



Es extraño ver aquí un artículo con este título, ¿no es verdad? Varios lectores, irritados o fastidiados pasarán a la página siguiente; otros leen, desconfiados o agradablemente sorprendidos; todos, sin embargo, perciben lo insólito de la situación. No es normal tener, en un diario de referencia y gran tirada, un texto con este tema.

La extrañeza es, ella misma, extraña. En los tiempos que corren no somos precisamente cándidos. Por eso, en las otras páginas de este diario, precisamente por ser de referencia y gran circulación, se encuentran, sin despertar asombro, los asuntos más diversos y abstrusos. Violencias crueles y perversiones varias, pasando por innumerables crímenes, tonterías y extravagancias, hasta temas religiosos, desde agresiones extremistas hasta sabias enseñanzas, no suscitan perturbación. Nada incomoda tanto a una audiencia sofisticada y esclarecida como este título. Todas las demás cosas son de esperar en una publicación de estas; no una búsqueda seria sobre la persona de Dios.

Mientras tanto, la divinidad es el tema más presente y común de la humanidad. En las publicaciones de referencia y en las manifestaciones públicas de cualquier otro período o región, surge la natural y serena presencia de la Providencia. Todas las culturas, épocas y civilizaciones convivieron con ella de formas variadas, pero siempre normales. La incomodidad actual contrasta con la generalidad de los pueblos. La aberración es realmente la nuestra. Insólito no es el título, sino su realidad.

El origen de la inesperada extrañeza es obvio. Somos herederos del primer intento humano  de erradicación sistemática de la trascendencia. En los últimos 250 años, en toda Europa, filósofos argumentaron y oradores ridiculizaron; autoridades prohibieron, encerraron, prendieron, a veces devastaron y ejecutaron. En conjunto, representó el mayor esfuerzo colectivo de la historia de la humanidad. Y fue contra Dios.

Finalmente los promotores entendieron que no sólo el proceso los transformo en monstruos peores que los que decían perseguir, sino que los resultados eran desalentadores. La religión, bajo la terrible presión, resistió y prosperó. Entonces cambiaron el método. El Todopoderoso dejó de ser atacado abiertamente para ser ignorado. Pasó de enemigo a desconocido.

Hoy se concita un esfuerzo colectivo para fingir que las cuestiones fundamentales de la existencia –el origen y finalidad de la realidad, el sentido de la vida, el destino personal- finalmente no interesan. La cultura mediática se embriaga de ilusión, magia, política, ciencia, zombies y superhéroes para olvidar que somos sólo humanos en busca de la felicidad. Las creencias más abstrusas pueden ser pregonadas libremente, mientras que realmente no sean tomadas en serio. Como no se entiende una fe verdadera, existen oficialmente sólo dos alternativas posibles: indiferencia o fanatismo. Se llega al punto de rechazar como estupidez o fundamentalismo cualquier genuina expresión de devoción. Un texto como este, por ejemplo, debe manifestar desequilibrio.

El desvío ha afectado también a los piadosos. Como algún público se irrita con la religión ajena, varios devotos esconden su fe para no incomodar. Sin preocuparse por lo incómodo de Dios. Muchos, hasta celosos, tienen dificultad en relacionarse con lo sublime, prefiriendo una religión pragmática y asistencialista. El Papa Francisco censuró precisamente eso en su primera homilía: “Si no confesamos a Jesucristo, nos convertimos en una ONG sociocaritativa, pero no la Iglesia, Esposa del Señor” (Capela Sistina, 14 de Março de 2013).

¿Cuál es entonces el lugar de Dios? Algunos Le niegan ciudadanía, convirtiéndoLo en el único proscrito de la sociedad tolerante. Otros Lo sitúan en lo alto de los cielos, lleno de majestad pero desocupado, alejado e indiferente. Están aún los que Lo colocan dentro del corazón del hombre, pero tan al fondo que ni se siente. No entienden que la cuestión del lugar de Dios realmente no tiene sentido. Dios, siendo Dios, no tiene lugar, pues el infinito no sufre localización; el absoluto no es contingente. El único lugar a concretar es el nuestro. Y, donde quiere que esté, “el Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15).




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