por JOAO CÉSAR DAS
NEVES
Es extraño ver aquí un
artículo con este título, ¿no es verdad? Varios lectores, irritados o
fastidiados pasarán a la página siguiente; otros leen, desconfiados o
agradablemente sorprendidos; todos, sin embargo, perciben lo insólito de la
situación. No es normal tener, en un diario de referencia y gran tirada, un
texto con este tema.
La extrañeza es, ella
misma, extraña. En los tiempos que corren no somos precisamente cándidos. Por
eso, en las otras páginas de este diario, precisamente por ser de referencia y
gran circulación, se encuentran, sin despertar asombro, los asuntos más
diversos y abstrusos. Violencias crueles y perversiones varias, pasando por
innumerables crímenes, tonterías y extravagancias, hasta temas religiosos,
desde agresiones extremistas hasta sabias enseñanzas, no suscitan perturbación.
Nada incomoda tanto a una audiencia sofisticada y esclarecida como este título.
Todas las demás cosas son de esperar en una publicación de estas; no una
búsqueda seria sobre la persona de Dios.
Mientras tanto, la
divinidad es el tema más presente y común de la humanidad. En las publicaciones
de referencia y en las manifestaciones públicas de cualquier otro período o
región, surge la natural y serena presencia de la Providencia. Todas las
culturas, épocas y civilizaciones convivieron con ella de formas variadas, pero
siempre normales. La incomodidad actual contrasta con la generalidad de los
pueblos. La aberración es realmente la nuestra. Insólito no es el título, sino
su realidad.
El origen de la
inesperada extrañeza es obvio. Somos herederos del primer intento humano de erradicación sistemática de la trascendencia.
En los últimos 250 años, en toda Europa, filósofos argumentaron y oradores
ridiculizaron; autoridades prohibieron, encerraron, prendieron, a veces
devastaron y ejecutaron. En conjunto, representó el mayor esfuerzo colectivo de
la historia de la humanidad. Y fue contra Dios.
Finalmente los
promotores entendieron que no sólo el proceso los transformo en monstruos
peores que los que decían perseguir, sino que los resultados eran
desalentadores. La religión, bajo la terrible presión, resistió y prosperó. Entonces
cambiaron el método. El Todopoderoso dejó de ser atacado abiertamente para ser
ignorado. Pasó de enemigo a desconocido.
Hoy se concita un
esfuerzo colectivo para fingir que las cuestiones fundamentales de la
existencia –el origen y finalidad de la realidad, el sentido de la vida, el
destino personal- finalmente no interesan. La cultura mediática se embriaga de
ilusión, magia, política, ciencia, zombies y superhéroes para olvidar que somos
sólo humanos en busca de la felicidad. Las creencias más abstrusas pueden ser
pregonadas libremente, mientras que realmente no sean tomadas en serio. Como no
se entiende una fe verdadera, existen oficialmente sólo dos alternativas
posibles: indiferencia o fanatismo. Se llega al punto de rechazar como
estupidez o fundamentalismo cualquier genuina expresión de devoción. Un texto
como este, por ejemplo, debe manifestar desequilibrio.
El desvío ha afectado
también a los piadosos. Como algún público se irrita con la religión ajena,
varios devotos esconden su fe para no incomodar. Sin preocuparse por lo
incómodo de Dios. Muchos, hasta celosos, tienen dificultad en relacionarse con
lo sublime, prefiriendo una religión pragmática y asistencialista. El Papa
Francisco censuró precisamente eso en su primera homilía: “Si no confesamos a
Jesucristo, nos convertimos en una ONG sociocaritativa, pero no la Iglesia,
Esposa del Señor” (Capela Sistina, 14 de Março de 2013).
¿Cuál es entonces el
lugar de Dios? Algunos Le niegan ciudadanía, convirtiéndoLo en el único
proscrito de la sociedad tolerante. Otros Lo sitúan en lo alto de los cielos, lleno
de majestad pero desocupado, alejado e indiferente. Están aún los que Lo
colocan dentro del corazón del hombre, pero tan al fondo que ni se siente. No
entienden que la cuestión del lugar de Dios realmente no tiene sentido. Dios,
siendo Dios, no tiene lugar, pues el infinito no sufre localización; el
absoluto no es contingente. El único lugar a concretar es el nuestro. Y, donde
quiere que esté, “el Reino de Dios está cerca” (Mc 1, 15).
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