domingo, 12 de octubre de 2014

¡Mea culpa!




Sólo una Iglesia verdadera y humilde es creíble y digna de confianza.

Una buena noticia: el ex arzobispo Jozef  Wesolowski aguarda, en prisión domiciliaria, el juicio por un tribunal italiano, después de haber sido condenado por el Vaticano, por haber practicado actos pedófilos en la República Dominicana, donde fue nuncio, y destituido de la condición clerical. Es voluntad expresa del Papa que “un caso tan grave y delicado sea resuelto sin demora”, “con el justo y necesario rigor” (L’Osservatore Romano, 26-9-2014, ano XLVI, nº 39).

¡¿Una buena noticia!? De hecho, hay novedades más felices, pero es también una buena noticia la que denuncia un crimen monstruos, como es el caso, y anuncia el castigo del prevaricador y la legítima defensa de las víctimas. El diagnóstico de un tumor maligno es, en este sentido, una buena noticia porque, sin el conocimiento de la enfermedad, no sería posible proporcionar la cura.

Es natural y razonable que una persona, o institución, invoque su buen nombre y su fama, pero no que lo haga a costa de la verdad. Es más importante que la Iglesia sea  verdadera que estimable, sobre todo si esa respetabilidad se funda en el encubrimiento de la realidad, por muy dura que esta pueda ser como, de hecho, a veces es. Sólo la total veracidad de la entidad eclesial, especialmente cuando reconoce la indignidad de los comportamientos de algunos de sus más destacados miembros, como ahora ha sucedido, la hace creíble y digna de confianza.

Cuando algún escándalo amenaza la institución católica, algunos pastores tienden a disculpar al aludido prevaricador, a olvidar a los ofendidos y, peor aún, a ocultar la verdad. La presunción de inocencia es sagrada mientras la sentencia judicial transita en el juzgado pero, después, contra los actos criminales, ya no hay argumentos. Es comprensible aquella reacción defensiva instintiva, pero no es aceptable, ni cristiana. Porque la Iglesia debe dar prioridad a los inocentes y no
a los agresores, cualquiera que sea su estatuto, además los cargos eclesiales, más que honra, tienen  mayores responsabilidades. Pero, principalmente, porque una Iglesia que no es verdadera no es de Cristo, que es la verdad, sino de su enemigo, que “es mentiroso y padre de la mentira”.

Hay quien se aprovecha de estos hechos para atacar a los católicos, como si la excepción fuese la regla y la mayoría de los padres fuesen pedófilos. No son y hay que ser prudente en “tan grave y delicado” asunto, pero la mala fe de algunos no puede servir de alivio. Nadie puede cobardemente refugiarse en esa culpa, porque no son las culpas ajenas las que hacen inocentes a los verdaderos culpables. Sólo una religión que acata la realidad objetiva de los hechos, cualesquiera que sean, es verdadera. Sólo una Iglesia que acepta, para sí misma, la dinámica de la conversión, es creíble como instrumento de salvación.

¿Significa esto un cambio radical de actitud católica? No, porque así actuaban ya los primeros cristianos. La Iglesia de entonces, aunque perseguida, no forjó una falsa apariencia inmaculada, sino un corajudo testimonio de la verdad, desnuda y cruda.

Era una enorme vergüenza para la Iglesia y para los obispos, sucesores de los apóstoles, que Judas fuese uno de los doce. Pero los evangelistas, que pudieron haber omitido el nombre del traidor o, por lo menos, su condición de apóstol, no lo hicieron. Ni Cristo, todavía más, queda bien claro en la escritura: por último, ¿¡no fue él quien lo escogió!?

Tampoco omitieron la triple negación de Pedro, ni que el Maestro lo llamó con el nombre del propio demonio, ¡Satanás! Cuando ese apóstol ya era  Papa, podría haber mandado discretamente retirar estos episodios chocantes, en que él era el malo de la película, para hacer una nueva edición de los evangelios, corregida y… blanqueada. Podría incluso justificarse con razones pretendidamente pastorales: no escandalizar a los paganos, a convertir; estimular la confianza de los fieles, que le debían obedecer. También podría haber argumentado que esos tristes episodios no eran, como de hecho no son, esenciales para la fe. Pero, también aquí, la verdad prevaleció.

La penitencia no es una operación de marketing, ni una plástica de rejuvenecimiento artificial, sino el reconocimiento sincero del propio pecado. Aunque cada falta sea personal, hay actos que adquieren una dimensión institucional, de la que no se puede desentender del todo. Sería hipócrita una entidad que se engalanase con las virtudes de sus santos, pero no se reconociese en los vicios de sus miembros pecadores. La Iglesia de los buenos es también la de los malos, llamados a  conversión.

La peor tentación en que puede caer la Iglesia católica es la de amarse más a sí misma que a la verdad, que es Cristo. La Iglesia sólo puede ser fiel a su divino fundador y a su misión salvadora si fuere humilde, o sea, verdadera, también colectivamente. Si fuere sierva y no señora de la verdad. Si ama a Cristo más que a
sí misma. Si procura sólo la gloria de Dios y no su propia honra. Si no procura agradar al mundo, sino alabar a Dios, con la confesión contrita de sus faltas. Si diera razón de su esperanza, anunciando al mundo, en su propia experiencia del pecado y del perdón divino, aquel amor que todo lo disculpa, todo lo cree y todo lo espera.


No hay comentarios:

Publicar un comentario