Sólo una Iglesia
verdadera y humilde es creíble y digna de confianza.
Una buena noticia: el
ex arzobispo Jozef Wesolowski aguarda,
en prisión domiciliaria, el juicio por un tribunal italiano, después de haber
sido condenado por el Vaticano, por haber practicado actos pedófilos en la
República Dominicana, donde fue nuncio, y destituido de la condición clerical.
Es voluntad expresa del Papa que “un caso tan grave y delicado sea resuelto sin
demora”, “con el justo y necesario rigor” (L’Osservatore Romano, 26-9-2014, ano
XLVI, nº 39).
¡¿Una buena noticia!?
De hecho, hay novedades más felices, pero es también una buena noticia la que
denuncia un crimen monstruos, como es el caso, y anuncia el castigo del
prevaricador y la legítima defensa de las víctimas. El diagnóstico de un tumor
maligno es, en este sentido, una buena noticia porque, sin el conocimiento de
la enfermedad, no sería posible proporcionar la cura.
Es natural y razonable
que una persona, o institución, invoque su buen nombre y su fama, pero no que
lo haga a costa de la verdad. Es más importante que la Iglesia sea verdadera que estimable, sobre todo si esa
respetabilidad se funda en el encubrimiento de la realidad, por muy dura que
esta pueda ser como, de hecho, a veces es. Sólo la total veracidad de la
entidad eclesial, especialmente cuando reconoce la indignidad de los
comportamientos de algunos de sus más destacados miembros, como ahora ha
sucedido, la hace creíble y digna de confianza.
Cuando algún escándalo
amenaza la institución católica, algunos pastores tienden a disculpar al
aludido prevaricador, a olvidar a los ofendidos y, peor aún, a ocultar la
verdad. La presunción de inocencia es sagrada mientras la sentencia judicial
transita en el juzgado pero, después, contra los actos criminales, ya no hay
argumentos. Es comprensible aquella reacción defensiva instintiva, pero no es
aceptable, ni cristiana. Porque la Iglesia debe dar prioridad a los inocentes y
no
a los agresores,
cualquiera que sea su estatuto, además los cargos eclesiales, más que honra, tienen
mayores responsabilidades. Pero,
principalmente, porque una Iglesia que no es verdadera no es de Cristo, que es
la verdad, sino de su enemigo, que “es mentiroso y padre de la mentira”.
Hay quien se aprovecha
de estos hechos para atacar a los católicos, como si la excepción fuese la
regla y la mayoría de los padres fuesen pedófilos. No son y hay que ser
prudente en “tan grave y delicado” asunto, pero la mala fe de algunos no puede
servir de alivio. Nadie puede cobardemente refugiarse en esa culpa, porque no
son las culpas ajenas las que hacen inocentes a los verdaderos culpables. Sólo
una religión que acata la realidad objetiva de los hechos, cualesquiera que
sean, es verdadera. Sólo una Iglesia que acepta, para sí misma, la dinámica de
la conversión, es creíble como instrumento de salvación.
¿Significa esto un
cambio radical de actitud católica? No, porque así actuaban ya los primeros
cristianos. La Iglesia de entonces, aunque perseguida, no forjó una falsa apariencia
inmaculada, sino un corajudo testimonio de la verdad, desnuda y cruda.
Era una enorme
vergüenza para la Iglesia y para los obispos, sucesores de los apóstoles, que
Judas fuese uno de los doce. Pero los evangelistas, que pudieron haber omitido
el nombre del traidor o, por lo menos, su condición de apóstol, no lo hicieron.
Ni Cristo, todavía más, queda bien claro en la escritura: por último, ¿¡no fue él
quien lo escogió!?
Tampoco omitieron la
triple negación de Pedro, ni que el Maestro lo llamó con el nombre del propio
demonio, ¡Satanás! Cuando ese apóstol ya era Papa, podría haber mandado discretamente
retirar estos episodios chocantes, en que él era el malo de la película, para
hacer una nueva edición de los evangelios, corregida y… blanqueada. Podría
incluso justificarse con razones pretendidamente pastorales: no escandalizar a
los paganos, a convertir; estimular la confianza de los fieles, que le debían
obedecer. También podría haber argumentado que esos tristes episodios no eran,
como de hecho no son, esenciales para la fe. Pero, también aquí, la verdad
prevaleció.
La penitencia no es una
operación de marketing, ni una plástica de rejuvenecimiento artificial, sino el
reconocimiento sincero del propio pecado. Aunque cada falta sea personal, hay
actos que adquieren una dimensión institucional, de la que no se puede
desentender del todo. Sería hipócrita una entidad que se engalanase con las virtudes
de sus santos, pero no se reconociese en los vicios de sus miembros pecadores. La
Iglesia de los buenos es también la de los malos, llamados a conversión.
La peor tentación en
que puede caer la Iglesia católica es la de amarse más a sí misma que a la
verdad, que es Cristo. La Iglesia sólo puede ser fiel a su divino fundador y a
su misión salvadora si fuere humilde, o sea, verdadera, también colectivamente.
Si fuere sierva y no señora de la verdad. Si ama a Cristo más que a
sí misma. Si procura sólo
la gloria de Dios y no su propia honra. Si no procura agradar al mundo, sino
alabar a Dios, con la confesión contrita de sus faltas. Si diera razón de su
esperanza, anunciando al mundo, en su propia experiencia del pecado y del perdón
divino, aquel amor que todo lo disculpa, todo lo cree y todo lo espera.
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