sábado, 1 de noviembre de 2014

El silencio del Cielo en nosotros




                                                      Ilustração de Carlos Ribeiro

Nuestra paz interior es esencial, por lo que debemos defenderla de cualquier ataque exterior. Muchos creen que la opinión ajena, la fama y la fortuna son contribuciones fundamentales para la felicidad, cuando, en verdad, no son sino engaños.

Para que otros piensen bien de nosotros, pasamos mucho tiempo comportándonos de acuerdo a las expectativas que no son  nuestras, ni buenas. Tememos incluso que una simple elección errada pueda manchar nuestra tan importante (supuesta) reputación… pasamos la vida inquietos y a merced de las limosnas de la opinión ajena… Debemos aprender de los otros las muchas lecciones que nos pueden dar, pero sin dejar nunca de ser quien somos, ni hipotecar nuestras potencialidades, sin las cuales perderíamos nuestra identidad y, en cierto modo, nuestra razón de ser, el sentido de nuestra existencia.

No debemos actuar bien para agradar a nadie, debemos hacerlo por respeto a nosotros mismos, cumpliendo nuestro deber de ser tan bueno cuanto nos fuera
Posible.

Igualmente cuando se alcanza lo que es digno de admiración ajena, luego aparece la envidia y la desconfianza. Peor, a partir de un determinado punto dejará de estar claro si quien está con nosotros… estará por aquello que somos o, tan sólo, por aquello que tenemos…

Pero la idea de vivir lejos de los otros, para evitar los males de su convivencia, tampoco es nada bueno. Sólo llegaremos a ser quienes somos a través de nuestras relaciones con los otros, en ellas nos construimos y realizamos.

Aquellos que escogemos, aquellos a quienes amamos, esos serán la fuente de los mayores regalos que la vida nos puede ofrecer, aunque sean, también, tantas veces, la causa de nuestras mayores amarguras.

Mi obligación es ser artífice de mi destino, y así, de forma cuidada y discreta, ir conquistando la paz interior, amando, dándome, sin contabilizar costos o destinatarios. Los árboles no cuentan los frutos que dan, mucho menos a quien.

El deber no es opuesto a la felicidad. La felicidad es nuestro deber.

Sin egoísmo, sin apartarnos de los otros. Siempre habrá gente ingrata, insolente, desleal, con mala voluntad y con egoísmos de todos los tamaños y formas, pero el peligro mayor es el de volvernos como esas personas… siendo que, ellos, también tienen un papel útil, porque nos muestran, por sus vicios, lo que debemos evitar. Son un ejemplo de lo que no debemos hacer.

Es nuestra obligación, también para con nosotros mismos, cuidar de todos aquellos que, por alguna razón, la vida los coloca cerca de nosotros.

Las relaciones se construyen. Del mismo modo  el amor por nuestro mejor amigo no es fácil y envuelve un trabajo arduo y persistente. No es nada natural… ¡Es divino!

¡Por más difícil que pueda parecer, la verdad es que podemos amar a quien escogemos y, más importante aún, podemos escoger a quien amamos!

Nunca es el agradecimiento o la admiración de los otros lo que nos da la paz. Sino que siempre que cumplimos nuestro deber experimentamos un estado de armonía con nosotros mismos y con todo el mundo que nos rodea. En este punto todo es perfecto.

Ayudar a los otros es la mejor forma realcanzar nuestra paz interior.

Nunca nadie de nosotros deja de ser aquel niño que, desde la ventana de la casa, admira la lluvia… mientras, reflexiona para sí, sueña con un mundo perfecto… ¡y descubre que, al final, el agua que viene del cielo… sólo volverá a él  después de haber cumplido aquí su misión!


Es esencial para nuestra paz interior que sepamos escoger lo que sentir, lo que pensar, lo que decir y lo que callar… lo que hacer y cómo hacerlo. Y es así, siempre con firmeza y delicadeza, tal como la gota excava la roca, como debemos luchar por el silencio del cielo que hay en nosotros…

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