P. Gonçalo Portocarrero
de Almada
Consideraciones a cerca de la “más antigua
profesión del mundo”
Cuenta la leyenda, pero
no la Biblia, que un viejo día Adán, aún en el paraíso, llegó tarde a casa.
Eva, creada por Dios de una costilla marital, quiso saber las razones de la
demora, pero Adán no supo justificar de forma convincente su retraso que, por
así decir, no se debía a ningún motivo especial. Como Eva no quedase satisfecha
con las explicaciones conyugales, después que el marido se hubo dormido, se
puso a contar las costillas. Si faltase más de una, sería dría por supuesto la
existencia en el Edén de más de una criatura femenina, posiblemente de mala
vida!
Habrá quien diga que la
profesión de la hipotética competidora de Eva es la más antigua del mundo. Pero
no es verdad, porque el oficio más antiguo es el de Adán, que fue guarda
forestal, o jardinero, en la medida en que fue encargado de guardar y cultivar
el jardín del paraíso. La segunda profesión más antigua tampoco fue la de los
rumores infamantes, porque Eva, creada después de Adán, fue doméstica. Las
siguientes son la de pastor y de cazador, que sus hijos Abel y Caín ejercieron
respectivamente.
Además, no sólo no es
la más antigua, como tampoco es profesión alguna. Por muy hábiles que sean en sus actuaciones, un estafador o
un homicida no son, en sentido propio, profesionales. El acto de comerciar con
el propio cuerpo tampoco tiene, ni puede tener, la dignidad de una profesión, precisamente
por el carácter degradante de esa acción. Ningún derecho civilizado puede
admitir tal comercio, ni reconocer, a quien lo ejerce, cualquier estatuto
laboral. Tampoco debe haber cualquier protección legal para quien tiene la indignidad de
recurrir a él o, peor aún, para quien criminosamente se dedica su explotación.
Con todo, habrá quien hable
de “quien trabaja en la industria del sexo” (PÚBLICO, 18-8-2014)! Así, como si
se tratase de una “industria” cualquiera. O sea, ¡hay quien trabaja en las industria del calzado,
quien trabaja en la industria textil, quien trabaja en la industria de la
restauración, quien trabaja en la industria cinematográfica y … quien trabaja
en la industria del sexo! Quien ahí “trabaja” estaría, por tanto, equiparado, a
efectos sociales y laborales, a los “colegas” que prestan servicio en las otras
industrias. Siendo una “industria” como otra cualquiera, no sería ofensiva la
posibilidad de que alguien ejerciera como funcionario, o tuviera una tal madre,
y hasta sería honroso ser un industrial, o empresario, del ramo. Por este
camino, poco faltaría para que se crease una orden profesional de la falsamente
dicha más antigua profesión del mundo …
El discurso de quien
reivindica derechos para estas “trabajadoras” es una falacia, porque tal
exigencia, aunque finja una laudable preocupación social, esconde una
inadmisible complicidad con la infamante realidad en que son obligadas a vivir
esas mujeres. El problema de la esclavitud no se resuelve con su aceptación
social, ni otorgándole algunos derechos sociales a los seres humanos que son
privados de su libertad, sino con la erradicación total de esa infrahumana condición y la
persecución de todos los que, de ese modo, atentan contra la dignidad humana. El
drama de la prostitución no tiene, tampoco, otra posible solución.
Si no es aceptable que
los medios de comunicación social colaboren en el blanqueamiento de la
explotación sexual, aunque sea bajo apariencia de una mera investigación antropológica,
tampoco es comprensible que los agentes políticos toleren esta realidad social.
De hecho, parece que las entidades oficiales poco hacen para ayudar a estas
mujeres, o para castigar a los “empresarios” de esta tan rentable industria,
cuyo “material”, al contrario de la droga, es siempre reutilizable.
Las instituciones de la
Iglesia católica son, prácticamente, las únicas que, en el terreno, prestan un
servicio efectivo a las víctimas de esta llaga social.
No es posible hacer de
la tierra el paraíso que fue pero, como a Adán, también a nosotros nos ha sido
dada la misión de guardar y cultivar este jardín. Importa preservar la
naturaleza pero, más importante es la defensa de la ecología humana: cualquier
ser humano debe ser respetado en su libertad y dignidad personal. Porque todas
las personas son, sin excepción, imagen y semejanza del Creador.
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