En la Iglesia se discute hace dos mil años, pero
el Papa garantiza su fidelidad a Dios.
Discuten las comadres y
se saben las verdades. ¿¡Y, cuando son los compadres –sacerdotes, obispos o
hasta cardenales- quienes discuten?!
El sínodo extraordinario
sobre la familia ya anda por ahí, pero aún hay mucha polvareda en el aire.
Mucha gente quedó sorprendida al ver a obispos contra obispos, cardenales
contradiciendo a cardenales e, incluso, el Papa Francisco animando la
discusión, invitando a los padres sinodales a que hablaran con total
espontaneidad y libertad. Si, hasta en las familias más unidas, hay fraternales
divergencias, ¿¡por qué se escandalizan!? Un padre de familia numerosa disfrutaba
viendo a los hijos luchar entre sí porque, decía, ¡era señal de que estaban
fuertes y saludables!
Este ejercicio de
colegialidad episcopal no es nuevo en la historia bimilenaria del cristianismo.
El papa gobierna la Iglesia universal en unión con todos los obispos: cada uno,
más allá de la responsabilidad directa sobre parte del rebaño que le es
confiada, participa también en la solicitud de Pedro por todas las iglesias. El
ejercicio de esta
colegialidad, que el Vaticano II promueve, puede ocurrir por vía de los
concilios ecuménicos, con la presencia de todos los obispos, o de los sínodos,
en los que sólo participa una representación del episcopado mundial. Tanto el
concilio, como el sínodo, actúan siempre bajo la autoridad del Papa (cfr.
Código de Direito Canónico, cânones 749, 331-334), que los convoca, preside y
refrenda en sus conclusiones. Una decisión conciliar, o sinodal, aunque sea
unánime, no sancionada por el Vicario de Cristo, carece de cualquier valor
normativo.
¡En la Iglesia se
discute… hace dos mil años! De hecho, ya en los primeros años surgieron fuertes
controversias, especialmente en relación a la cuestión de las prácticas
judaicas, que algunos fieles, procedentes del judaísmo, querían imponer a los
gentiles convertidos a la fe de Cristo. “Habiéndose suscitado una gran
controversia”, fue necesario reunir, en Jerusalén, el primer concilio que,
presidido por Pedro, contó con la presencia, demás de Santiago, Pablo, Bernabé,
“otros apóstoles y presbíteros”. Al primer Papa le cupo por fin decidir, contra
la facción de los judaizantes, no imponer a los gentiles convertidos la
observancia de la ley de Moisés (cfr. Act 15, 6-29) .
Concluido el concilio
de Jerusalén, Pablo se propuso hacer un nuevo viaje apostólico con Bernabé, el
cual quería llevar con ellos al evangelista Marcos, que los había acompañado en
el inicio de la misión anterior, habiendo abandonado después. Por este motivo,
Pablo no lo quiso aceptar “y hubo tal desacuerdo entre ellos, que se separaron
uno del otro” (cfr. Act 16, 35-40). O sea,: un santo, Pablo, discutió fuerte y
desagradable con otro santo, Bernabé, por causa de otro santo, Marcos! ¡Todos
santos y, con todo, no se entendían sobre esta cuestión pastoral!
Más aún, en materia de
esa naturaleza, pero no doctrinal, también Pedro mereció la corrección fraterna
de Pablo, que públicamente le recriminó el hecho de no comer con los gentiles, por el recelo de los
circuncisos (cfr. Gal 2, 11-14). De hecho, el papa, cuando habla de fe o de
moral, invocando su máxima autoridad, es infalible, pero no goza de esa
prerrogativa en cuestiones de gobierno, como se prueba por el hecho de que
Clemente XIV extinguió, en 1773, la Compañía de Jesús que, en 1814, un sucesor
suyo, Pío VII, restauro, y a la que, por más señas, pertenece el actual Papa.
Es saludable este
ejercicio apasionado del derecho de opinión, porque la Iglesia, que es
jerárquica, es también, en la comunión de la fe, un espacio de libertad. Pero
las comprensibles divergencias pastorales no pueden afectar a la esencia del
mensaje revelado, ni herir la unidad eclesial. Como el Santo padre recordó,
cualquier sucesor de Pedro, “dejando de lado cualquier arbitrio personal”, es,
“el garante de la obediencia y de la conformidad de la Iglesia con la voluntad
de Dios, el evangelio de Cristo y la Tradición de la Iglesia”.
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