domingo, 5 de febrero de 2017

Un ‘Silencio’ ensordecedor



Los siete pecados capitales del romance de Shusaku Endo y del film de Martin Scorcese, según la doctrina y moral católicas, pecados que se deben a la contradicción con los principios básicos de la fe cristiana.

La película “Silencio” tiene ciertamente muchas cualidades cinematográficas, pero también tiene, por lo menos, siete pecados capitales. No los clásicos, sino los que se derivan de la contradicción entre su argumento y algunos principios básicos de la fe cristiana y de la moral católica.

El argumento del film, inspirado en el romance homónimo de Shusaku Endo, se podría resumir en una frase: por caridad, sería justificable la apostasía, o sea, el rechazo de la fe. En algunos casos, el martirio, que es la victoria de la fe, debería ceder ante el imperativo de la caridad: no sería virtuosa la muerte que arrastrase consigo la vida de seres inocentes. En un contexto de una eventual persecución, podría ser incluso meritoria la apostasía, como expresión de un amor desinteresado, porque el mártir podría ser , en último término, un orgulloso que, para garantizar su propia gloria, permitiría la tortura y muerte de fieles inocentes. Por el contrario, el cristiano auténtico sería el que, por amor a los otros –¿no es la caridad la principal virtud cristiana?!- se estaría dispuesto incluso a renegar de su fe, aún sabiendo que, de ese modo, pecaría gravemente y, por lo tanto, comprometería su salvación.

Este es, a groso modo, el argumento de “Silencio”, el romance de Shasaku Endo que Martin Scorcese realizó como film. ¿Pero, esta tesis es aceptable según las enseñanzas de la fe cristiana y de la moral católica? No parece, a cuenta de los siete pecados capitales de este ensordecedor “Silencio”...

1. El primer pecado capital de “Silencio” es, precisamente, la contradicción que establece entre la fe y la caridad cristiana, insinuando que, en algún caso, puede ser necesario negar la fe para salvaguardar la caridad, o sea, apostatar por amor. Tal suposiciones contraria a la noción de martirio cristiano, que no es, como se pretende hacer creer, un acto de orgullosa afirmación personal, sino un acto supremo de caridad cristiana: “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos”(Jn 15,13). San Pablo enseña que la muerte más cruel, sufrida por la fe, pero sin amor, no sólo no es martirio sino que tampoco tendría, en términos cristianos, ningún valor: “aunque yo /...) entregue mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, de nada me aprovecha” /1Cor 13, 3). El mártir no antepone su salvación y gloria eterna al bien de los otros sino que, imitando a Cristo, ofrece su vida por los hermanos y por el bien de sus almas. Siendo lo mismo, en términos humanos, sin gloria la muerte del mártir, la Iglesia siempre consideró que el martirio nunca es un acto egoísta, ni en vano, porque la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos.

Nótese que antes de Cristo, el pueblo judío ya tenía esta convicción: la madre de los siete hermanos macabeos los exhorta a permanecer fieles hasta la muerte, pues su apostasía sería deshonrosa, no sólo para ellos, sino también para su familia y para todo el pueblo de Dios. Cuando las autoridades piden a la piadosa madre que, por lo menos, evite la muerte del último del último hijo que le resta, aquella santa madre que, “llena de nobles sentimientos, unía un coraje varonil a la ternura de mujer” (2Mac 7, 21) lo anima a permanecer fiel hasta la muerte: “No temas, por tanto, este suplicio, y sé digno de tus hermanos y acepta la muerte, para que, en el día de la misericordia, yo te encuentre en medio de ellos” (Mac 7, 29). Su cesión sería siempre, incluso en aquel contexto tan doloroso, una ignominiosa traición y, al contrario, su fidelidad hasta la muerte, la mejor expresión de su caridad, también para con sus hermanos y su madre, que por eso lo anima a abrazar el martirio.

2. El segundo pecado capital de “Silencio” es la suposición de que un acto, en sí mismo malo,  podría no serlo en un determinado contexto. O sea, mentir o apostatar sería justificable en legítima defensa, ante una agresión injusta y brutal. Es en esta contradicción donde radica el relativismo del argumento porque, según la moral cristiana, una acción intrínsecamente mala no puede dejar de serlo, aunque fuere un medio para alcanzar un bien mayor. No se puede matar a un ser humano inocente, ni apostatar, aunque sea para salvar otras vidas.

3. El tercer pecado capital radica en la supuesta independencia entre los actos de un sujeto y su fe, o sea, un creyente podría externamente apostatar, sin con todo negar la fe en su interior. Pero no se puede restringir la afirmación de la fe a una mera actitud interior, porque es por las obras como se conoce la verdadera fe.

La escena final de este film sugiere, por tanto, que la apostasía podría, en realidad, no afectar a la verdadera fe del apóstata, porque este, aunque exteriormente hubiese públicamente repudiado su condición de cristiano, en su intimidad continuaría siendo católico, aunque fuera viviendo en abierta contradicción con su fe. ¿Pero, sería cristiana tal contradicción entre las obras exteriores y las convicciones íntimas?!

Es obvio que esa duplicidad, si consciente y voluntaria, no es compatible con la fe cristiana que, más que creer en unas determinadas verdades, exige una vivencia de acuerdo con esos principios, que lo son precisamente porque tiene correspondencia con la práctica. Por lo tanto, no es católico quien dice que lo es, sino quien procura vivir como tal. En caso de contradicción entre la fe y las obras, es por las obras como se ha de reconocer la fe y no al contrario: “¿de qué aprovecha, hermanos, que alguien diga que tiene fe, si no hiciera obras de fe? A caso esa fe podría salvarlo? (...) Así también la fe: si ella no tuviera obras, está completamente muerta. Más aún: ¿podrá alguien alegar sensatamente: Tú tienes fe, y yo tengo obras, muéstrame entonces tu fe sin obras, que yo, por mis obras, te mostraré mi fe. ¿Tú crees que hay un solo Dios? Haces bien. También lo creen los demonios, pero se llenan de terror. (...) Así como el cuerpo sin alma está muerto, así también la fe sin obras está muerta” (Stg 2, 14. 18-19. 26).

4. El cuarto pecado capital tiene que ver con el silencio propiamente dicho, que sirve de título al romance y al film correspondiente.  En realidad, es casi blasfema la afirmación de que Dios se mantiene en silencio cuando los padres Ferreira y Rodrigues se enfrentan a un doloroso dilema, porque ellos saben muy bien cual es la respuesta de Dios a su duda. Por eso, Dios habla por la Sagrada Escritura, Dios habla por la sagrada tradición, Dios habla por el magisterio de la Iglesia, Dios habla por la oración, Dios habla por la obediencia del religioso a su superior, Dios habla aún por la voz de la recta conciencia. Más que del silencio de Dios, habría que hablar de la sordera de los hombres que no quieren oír su voz, o de su flaqueza para cumplir sus mandatos.
Imputar, a un hipotético silencio divino, la culpa de la apostasía del misionero es tan absurdo como desacertado sería que un asesino se disculpase del crimen que realizó, diciendo que no oyó ninguna voz de lo alto prohibiéndole matar...

5. El quinto pecado capital de “Silencio” es su intento de presentar la religión católica como un producto occidental que se opone a la tradición y cultura nipona, como si los misioneros, con el pretexto de evangelizar, en el fondo fuesen colonizadores, o agentes de un cierto imperialismo cultural. En este sentido,la reacción de las autoridades japonesas sería, en primer lugar, patriótica y, en este sentido, por lo menos comprensible, cuando no elogiable.

Ahora bien el cristianismo no pertenece, en régimen de exclusividad, a ninguna cultura o tradición pero, como verdad que es, forma parte del patrimonio universal de la humanidad. Sería absurdo considerar que la evangelización de Europa fue, en realidad, una acción colonialista oriental, sólo porque los cultos paganos europeos fueron sustituidos por la creencia judeocristiana, de origen asiático. Toda la verdad, principalmente la fe cristiana, no es de ningún pueblo en particular pero, como la ciencia, es patrimonio de toda la humanidad: por eso la Iglesia es católica, o sea universal.
En cada país, la fe cristiana se adapta perfectamente a los usos y costumbres locales, en cuanto sean moralmente lícitos. Dígase de paso que en este proceso, no siempre fácil, de inculturación de la fe, los jesuitas realizaron un trabajo admirable, principalmente en el Extremo Oriente.

6. El sexto pecado capital de “Silencio” es lo se deriva de la metodología adoptada para el tratamiento cinematográfico, aunque aficionado, de una determinada realidad histórica. Por eso, la dificilísima evangelización del Japón es una de las páginas heroicas de la historia de la Iglesia Católica y de la Compañía de Jesús: al referirla por la perspectiva de la apostasía de unos pocos, se ofende la memoria de los muchos que fueron verdaderos héroes. La apostasía de algunos fue la excepción a la regla del martirio de tantos: recuérdense, por ejemplo, San Paulo Miki y sus compañeros mártires.

Es verdad que el Padre Cristóvao Ferreira apostató y no fue el único, pero contar la evangelización del Japón a través de ese prisma es tan incongruente como injusto sería exponer la acción heroica de los 40 conjurados que restauraron la independencia nacional, en 1640, por el prisma del traidor Miguel de Vasconcelos...

7. El séptimo pecado capital de “Silencio” es confundir apostasía con apóstatas, transfiriendo el perdón y comprensión de los apóstatas, como cualquier otro pecador, carecen, para la propia apostasía, que es de este modo moralmente justificada. Ahora bien la Iglesia siempre enseñó a amar a los pecadores y a despreciar el pecado, de modo semejante a como un médico lucha contra la enfermedad, pero acoge y protege a los pacientes. La tolerancia con el pecador y, aunque él, solo puede ser perdonado y acogido de nuevo si verdaderamente está arrepentido.

La Iglesia siempre ha venerado a los mártires, pero nunca los confundió con apóstatas, pero que tampoco nunca excluyó, aunque mucho requiriese, su perdón y readmisión en la comunión eclesial, su arrepentimiento y penitencia, que debía ser pública cuando la apostasía también lo era. Así aconteció con los primeros cristianos que flaquearon ante las persecuciones romanas, los ‘lapsi’, sobre los cuales S. Cipriano de Cartago escribió un tratado.

Al contrario de los musulmanes, que aún hoy aplican la pena capital a los renegados, la Iglesia Católica, sin legitimar nunca la apostasía, siempre perdonó y acogió  de nuevo a los apóstatas arrepentidos. ¡Simón Pedro negó por tres veces al Maestro, lloró amargamente su pecado, del que el Señor lo perdonó y después fue mártir y primer papa de la Iglesia Católica! ¡Porque Dios es amor, perdona siempre al pecador arrepentido, no una vez, setenta veces siete! (cf. Mt 18, 22).

http://observador.pt/opiniao/um-silencio-ensurdecedor/

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