P. Gonzalo Portocarrero de Almada
El principal ‘interés
nacional’ es la verdad: ningún interés económico, partidista o personal puede
legitimar ‘esquemas’ contrarios a la ley y a los más elementales principios
éticos de la gobernación.
A propósito de la Caja General de Depósitos, mucho se tiene
hablado, en estos últimos tiempos, sobre la verdad. Sin entrar en el análisis
del caso concreto, ni en cuestiones de naturaleza bancaria o partidista, viene
a propósito traer algunas consideraciones sobre la verdad y la mentira en la
política, sin hacer, como es obvio, ningún juicio personal.
En tiempos de relativismo, se tiende a creer que la verdad
no existe, porque no es más que una mera
narrativa. Con todo, según la clásica definición de Tomás de Aquino, la verdad
existe y es la propia realidad en cuanto presente al entendimiento. Siendo así,
es algo objetivo y real, no subjetivo ni virtual. La verdad es consustancial al
conocimiento y el error deriva de la falta de correspondencia entre la realidad
y lo que se dice de ella. Afirmas, consciente y voluntariamente, como verdadero
lo que es falso, con la intención de engañar, es mentir.
La verdad es tan esencial a la justicia que el juicio, solo
después de proceder al recuento de los hechos, se puede deducir de ellos la
responsabilidad civil o criminal. También en la política la verdad es relevante:
un poder no fundado en la verdad no puede ser legítimo, ni justo, como Cristo
hizo saber a Poncio Pilatos (Jn. 18, 28-39). No es pues de extrañar que todos
los regímenes totalitarios, como el nazismo o el comunismo, se hunden en la
mentira e impiden el conocimiento de la verdad, principalmente a través de la
censura.
La mentira, como los sombreros, puede ser de muchos tipos.
Se puede mentir con medias verdades e, incluso, con verdades enteras. Fue el caso
del subordinado que, enojado con el comandante, escribió en el diario de a
bordo: hoy, el capitán no se ha emborrachado. Era verdad, pero una verdad mentirosa,
porque llevaba a creer que todos los días se emborrachaba aquel que, no solo
aquel día sino que nunca antes lo había hecho, al contrario de lo que el
subordinado mentirosa y maliciosamente insinuara. Por lo tanto, no miente solo
quien, consciente y voluntariamente, afirma algo contrario a la verdad, sino
también aquel que, por sus palabras o silencios, da a entender alguna cosa
falsa.
No vale la pena caer en el ridículo de los eufemismos, como “error
de percepción” u otros, ni derivar en menudencias casuísticas. Centrar la
cuestión en la naturaleza del mensaje –carta, teléfono, e-mail, sms, etc.- u otro tipo de documento-
informático, material, etc. – es un preciosismo farisaico, que da indicio de
artes y mañas de aquel que es “mentirosos y padre de la mentira” (Jn. 8, 44).
También a este propósito, la enseñanza evangélica es clara: “vuestro lenguaje
debe ser: ‘sí, sí; no, no’. Lo que pasa de eso viene del maligno” (Mt 5, 37)
Otra cuestión es la responsabilidad moral por los actos
propios y ajenos. Quien hace una afirmación contraria a la verdad es
responsable de esa mentira, pero también saben ser responsabilizados, en
términos éticos y políticos, los que, sabiendo, dan cobertura as esa falsedad.
Se cuenta que en tiempos remotos, en un país europeo que no
el nuestro, un ministro no sabía si debía permitir que algunos periodistas
extranjeros tuvieran acceso a datos de su departamento. A ese efecto consultó
al jefe del gobierno, que le dice, lacónicamente, que hiciese lo que quisiese.
Los reporteros fueron admitidos, pero el reportaje que publicaron, después de
regresar a su país, fue muy negativo. En la siguiente4 reunión de gobierno,
como era de esperar, llovieron las críticas sobre el ministro en cuestión,
hasta que el primer ministro puso término a la discusión, diciendo que había sido él quien autorizó la
investigación periodística. Pudo haber guardado un cómodo y cobarde silencio,
dejando arder al ministro, sin embargo tuvo la dignidad de asumir que era su
responsabilidad política y moral por el acto del ministro, una vez que él le
hubiera dado su permiso.
Si alguien mintió, debe tener el coraje de reconocerlo y
asumir las consecuencias obvias. Si es grave faltar a la verdad, grave es
también ser cómplice de la mentira: si alguien le dio cobertura política debe
también aceptar la inherente responsabilidad, en nombre de la verdad y de la dignidad
del Estado. El principal ‘interés nacional’ es la verdad: ningún interés
económico, partidista o personal puede legitimar ‘esquemas’ contrarios a la ley
y los más elementales principios éticos de la gobernación.
En la vida, hay señores... y chicos expertos. En la
política, hay estadistas... y los otros.
PS. Un periodista del
DN, en artículo de opinión, se rebeló recientemente contra la presencia de
padre en comisiones de ética de los hospitales y en la prensa, como
comentadores de temas de su especialidad, como es el caso de la presente
crónica. Más desproporcionado es, con todo, que periodistas, sin especial
formación en cuestiones éticas, opinen sobre asuntos que no son de su
conocimiento. De un periodista general, o sea no especializado en temas de
religión y moral, se esperan artículos de
información, porque los de opinión deben ser de la exclusiva competencia de
quien ha recibido una formación específica sobre la materia correspondiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario