sábado, 16 de agosto de 2014

Mi familia es mi casa




                                                         Ilustração de Carlos Ribeiro

La soledad absoluta es no tener a nadie a quien decir un simple: “tengo ganas de llorar”. No necesitamos mucho para vivir bien – para ser feliz basta una familia y poco más.

La familia es la casa y es la paz. El refugio donde las ganas de llorar no es motivo de enjuiciamiento, es sólo un necesidad súbita de… familia. De un equilibrio para el cual el otro es esencial… lo mismo pasa con las ganas de sonreír que, en familia, se contagia solo con la mirada.

En los días de hoy va siendo cada vez más difícil encontrar gente capaz de ser familia. Abunda el  egoísmo y se cultiva, sólo, lo individual. Como si no hubiese espacio para el amor. Dicen que amar es arriesgado, que es cosa de locos…

Todos tenemos sentimientos más profundos. Cada uno de nosotros es una unidad, pero lo que somos pasa porque somos más que uno. Parte de unidades mayores. Estamos con quien amamos y quien amamos también está, de alguna forma, con nosotros. El amor es lo que existe entre nosotros y enlaza nuestros sentimientos más profundos. Donde las ganas de llorar son una señal de que hay algo en mí que es mayor que yo… a veces, no necesito  llorar… sólo las ganas (de llorar) me indican el camino de la humildad y del amor. Solo no consigo llegar a ser yo…

Una verdadera familia es simple. Es el lugar donde todos aman y protegen la intimidad de cada uno. Nadie es de una familia a la cual no se entrega. Pero no es fácil, nunca. En preciso ser fuerte o suficiente para decir no a un conjunto enorme de cosas que parecen muy valiosas, pero que no pasan de huecas apariencias de valor.

Hay mucha gente que le gusta complicar las cosas para huir de lo que es sencillo. ¿Para qué me sirve un palacio si en él mi soledad se hace aún mayor? ¿Cuántos desisten de luchar por el amor con la disculpa de que el precio es alto y el premio puede al final no valer el esfuerzo? ¿Cuántas veces la falta de amor se considera  paz?

La familia es algo sencillo –puro- pero dificilísimo de alcanzar. Implica la renuncia constante a los artificios de lo fácil y de lo inmediato. Exige que nos concentremos en un camino largo que creemos (sin grandes pruebas) que es lo único que nos puede elevar y llevar al cielo.

En una familia hay afecto y hay ejemplo, hay límites y respeto, hay quien nos acepta como somos, sin dejar de animarnos a ser mejores, sin excesos pero con la paciencia de quien ama.

La paz resulta de un equilibrio de elementos diferentes, con talentos y perspectivas distintas. No a través de un esfuerzo de anulación de lo que es único de cada uno, sino precisamente por la riqueza de orientar el rumbo a un fin conjunto y armonioso. Una especie de enriquecimiento recíproco de los contrarios. Promover el bien del otro no es hacer que se vuelva semejante a mí.

Mi casa es el lugar donde yo soy el otro a quien alguien puede expresar su “tengo ganas de llorar”, sin que yo haga juicios de cualquier especie, y que le haga sentir con mi silencio, dedicación y presencia,  que las ganas (de llorar) ya no son sólo suyas… sino mías también.


Mi familia es mi casa. Incluso podemos ser sólo dos… pero es ahí, y sólo ahí, donde puedo ser feliz. Lejos de casa estoy siempre en camino. Mi corazón no descansa sino en brazos de quien tiene voluntad de sonreír y de llorar conmigo.

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