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Todo cristiano debe estar
dispuesto a morir por la libertad de conciencia de todos los hombres, sin
excluir la de los que lo quieren matar. No siempre fue así, es cierto, pero
quiero creer que hemos aprendido la lección.
Tras los atentados
contra Charlie Hebdo, muchos franceses
tomaron a pecho la agresión y levantaron su voz en un único grito: “¡Yo soy
Charlie!” Con todo, algunas personas más escrupulosas, no sólo no asumieron esa
identidad, que entendían incompatible con sus convicciones morales y
religiosas, sino que tuvieron a gala proclamar su contraria: “¡Yo no soy
Charlie!”
Hubo así mismo quien
introdujo una inédita distinción entre los “mártires” y las víctimas de los
atentados, como si hubiese víctimas humanas de primera y segunda categoría. Los
primeros, por así decir, sólo serían los inocentes, porque entre los segundos
sería preciso incluir aquellos que, por sus actos, fueron, si no merecedores de
la salvaje represalia, por lo menos destinatarios probables del trágico
desenlace.
Curiosa esta pretensión
de juzgar las conciencias ajenas, en nombre no se sabe bien de que oculta
divinidad, que no es la cristiana, que a nadie permite tal tipo de juicios. Por
lo visto, para ser mártir en serio es preciso ser buenos ( o sea, como
nosotros), porque los malos (esto es, los otros) sólo pueden ser, en el mejor
de los casos, víctimas. ¿¡Quiere esto decir que, si un terrorista mata a un
agnóstico, un ateo, un hereje o un irreverente, no hace un mártir, sino sólo
una víctima!? Sí, porque para ser mártir es preciso que sea de los nuestros.
Extraño, ¿no es así? Incluso porque no es propiamente un discurso inédito: ¡un
fundamentalista islámico no pensaría de otra forma… ni lo diría mejor!
Cando, el 26 de junio
de 1963, John Fitzgerald Kennedy dijo: «Ich bin ein Berliner!», no distinguió
los buenos de los malos ciudadanos de la ciudad alemana sitiada. No se propuso
sólo la defensa de los municipales que tenían los impuestos al día, que eran
responsables padres y madres de familia, que eran impolutos funcionarios y
patriotas ejemplares. Al contario, se identificó además con todos los otros
berlineses, fuesen delincuentes, marginados, antiguos nazis o, incluso,
antiamericanos, porque todos estaban amenazados en su libertad y le importaba
defender a todos, identificándose con ellos.
Quien sólo se mira en
los que piensan del mismo modo, no ama la libertad, porque la reduce a un
reflejo narcisista de su propia voluntad. Los dictadores también actúan políticamente
en función de esta degradación de la libertad y, por eso, consideran como
traidores a todos los que no se identifican con su ideología. La cultura de la
libertad y de la democracia se mide por la aceptación del otro en su diferencia
política, cultural, religiosa y social, sobre todo cuando contradice lo que
pensamos y somos.
No soy Charlie, porque
no me veo reflejado en su posicionamiento ideológico, en su intolerancia, ni en
su agresividad verbal contra la libertad religiosa. No suscribo su fanatismo
laicista, ni me agrada su lenguaje abyecto. Pero tampoco acepto que haya que
optar entre ser Charlie o no ser Charlie. Esa dicotomía obedece a una lógica
totalitaria: también los comunistas y fascistas entienden que todos sus adversarios
son, respectivamente, fascistas y comunistas. Por eso, no puedo ignorar que
doce hombres hayan perdido la vida en un infame atentado. No me compete juzgar
si los caídos eran santos o pecadores; me basta saber que eran seres humanos y,
por lo tanto, mis hermanos. Y que fueron traidoramente asesinados.
Si mañana alguien
ametrallara una sinagoga judía, yo sería, como ellos y por ellos, judío. Si una
milicia masacrara a los alumnos de una escuela palestina, norteamericana o
paquistaní, yo sería uno de esos estudiantes. Si algún fanático mata, en nombre
de cualquier ideología o religión, una prostituta, un toxicómano, un sin techo,
un travesti, un pagano o un infiel de otra religión, yo seré todo eso, sin
dejar de ser cristiano.
Lo que diferencia a un
cristiano de un terrorista musulmán no es que nosotros somos buenos y ellos
malos. Eso es lo que, por el contrario, nos asemeja porque, para ellos, también
nosotros somos los malos y ellos los buenos. Y hay cristianos malos y buenos
musulmanes. Lo que distingue al auténtico cristiano de los terroristas, islámicos
o no, es que ellos son capaces de matar a todos los que no piensan del mismo
modo, aunque sean sus hermanos en la fe de Alá y su profeta, mientras que cualquier cristiano
debe estar dispuesto a morir por la libertad de las conciencias de todos los
hombres, sin excluir la de aquellos que lo quieren matar. No siempre fue así,
es cierto, pero quiero creer que ya hemos aprendido esa lección.
Es sólo esto y nada más.
No hago mías las declaraciones de los católicos que, por considerarse justos,
dan gracias a Dios por… no ser Charlie. Yo tampoco lo soy, pero estaría
dispuesto a serlo para defender la libertad de las víctimas, sean o no mártires.
No a pesar de ser cristiano sino, precisamente, porque lo soy.
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