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El hecho heroico se
queda con quien lo practicó, pero la lección es para todos. No tenemos el TGV,
sino también tenemos criminales, héroes y cobardes. Tal como había dentro de
aquel TGV. Los héroes señalan la diferencia.
Por su carácter
excepcional, vale la pena recordar el heroico episodio del sábado pasado, 21 de
agosto, a bordo del TGV Amsterdam-París.
Cuando el convoy estaba
cerca de la estación de Arrás, en el norte de Francia, aún próximo a la
frontera con Bélgica, Ayoub El-Khazzani, armado hasta los dientes, tuvo la
tentación de atacar a los pasajeros. Felizmente, en el vagón viajaban también,
entre otros, cuatro bravos, que hicieron frente al guerrillero islámico: un
consultor inglés de 62 años, Chris Norman; y tres norteamericanos, el
estudiante Anthonhy Sandler y sus amigos militares, Spencer Stone, de la Fuerza
Aérea, en servicio en la base de Lajes, en los Ancores, y Alek Skarlatos, de la
Guardia nacional de los Estados unidos de América.
Que Francia sea
socorrida, in extremis, por un británico y tres norteamericanos, tiene su
gracia, en este septuagésimo aniversario de la victoria de Gran Bretaña y los
Estados Unidos en la II Guerra Mundial… No sé si fue para honrar esa memoria,
pero el presidente francés concedió la más alta condecoración de su país, la
Legión de Honor, a los principales protagonistas de la acción que frustró este
ataque en el TGV francés.
La principal arma de
los terroristas no es militar –ametralladoras, bombas o granadas- sino
sicológica, o sea, el terror. Sembrar el miedo es lo que, en primer lugar, se
pretende con el terrorismo: crear un estado de pánico que, en realidad, impide
cualquier tipo de reacción. Por eso, es fundamental que el occidente no se
agache ante las pretensiones totalitarias de los extremistas. Por esta razón
fue necesario reaccionar contra el atentado al semanario Charlie Hebdo, por más
indecentes que fueran -y lo eran!- sus
bromas de muy mal gusto y dudoso humor.
El hecho heroico queda
con quien lo practicó, pero la lección es para todos. O sea, no basta que los Estados
y las fuerzas de seguridad velen por la defensa de los derechos, garantías y
libertades fundamentales; es necesario que todos y cada uno de los cuidados
tome conciencia de que este combate también le incumbe.
Ante la inhibición de
los ferroviarios que, en vez de hacer frente al terrorista marroquí, se
encerraron en la cabina, dejando indefensos a los pasajeros, entre los cuales
también había niños, hubo quien tuvo el coraje de poner en riesgo su vida. El héroe
no es alguien que, como un loco temerario, ignora el peligro, sino quien, conociéndolo, le hace frente. Sabe que también puede morir, pero prefiere perder
la vida con honra, que conservarla a costa de una infame cobardía. Esa fue la
gran lección que los héroes del TGV dieron a Francia y al mundo entero y que
los hizo merecer, con toda justicia, la Legión de Honor.
Dadas nuestras
costumbres blandas, no abundan las ocasiones de protagonizar gestos de un heroísmo
tal. No tenemos sólo el TGV, sino que tenemos criminales, héroes y cobardes. En
un asalto a mano ramada, en plena vía pública, ¿Cuántas personas serían capaces
de socorrer a la víctima? ¿¡Cuántos pasajeros de un convoy, autobús o tranvía,
tendrían el coraje de hacer frente a un carterista, cogido in flagrante!? ¿No
es verdad que la mayoría de las personas, en esas situaciones, prefiere no
darse por aludida, dejando impune al atacante ya la víctima entregada a su
propia suerte?
En la sociedad
postmoderna se ha instalado un cierto terrorismo social, que es el ambiente
propicio para el crimen urbano. En vez de solidaridad cristiana, que ve en el
otro un ‘alter ego’, hay un clima de indiferencia generalizada, que lleva a que
cada cual se importe sólo a sí mismo y con la seguridad de sus familiares y sus
bienes. Pero, quien se interesa por el bien común, es también víctima de esa
indiferencia y, ciertamente, cómplice, por omisión, de los que se aprovechan
criminosamente de esa pasividad,
Faltan héroes de la
vida común. En una nomenclatura religiosa, esos defensores de la verdad y del
bien tienen un nombre: son los santos. La principal virtud cristiana no es la
de la religión, sino la de la caridad: “nadie tiene más amorque el que da la
vida por sus amigos” (Jo 15, 13).
Sería asfixiante, como
en una prisión o en un campo de concentración, una sociedad que todos fuesen vigilados. Salvo el caso de
guerra, no es deseable que cada ciudadano sea un soldado, sino que todos
debemos ser guardianes de la justicia y de la paz. Sólo quien vence el egoísmo,
puede osar luchar contra todos los miedos.
Sacerdote católico
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