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La cuestión del aborto se presta a histerismos.
De los que, con mucho orgullo pero poca caridad, consideran asesinas a las
mujeres que abortan. Y también de los que defienden que debe ser subvencionado
e incentivado.
La cuestión del aborto
es especialmente dada a histerismos. De principio a fin. De los que enarbolan,
con mucha razón, la bandera de la defensa de la vida desde la concepción hasta
la muerte natural y consideran, con poca caridad, asesinas a todas las mujeres
que abortan. Pero también de los que defienden, con fanatismo irracional, que
el aborto es un derecho fundamental de las mujeres y debe ser, por eso,
liberalizado, subsidiado e incentivado. A unos y otros hay que pedir sentido común y, además, serenidad, porque
las emociones no suelen ser buenas consejeras, sobre todo en materias tan
delicadas.
A nadie le está permitida
la condena sumaria de una mujer que aborta, porque hay que tener en cuenta las
circunstancias concretas de cada situación. Puede ser, es cierto, un acto
consciente y deliberado, en que una vida humana es eliminada, en cuyo caso será
difícil no reconocer carácter pecaminoso en esa acción, porque nada puede
justificar la muerte de un ser humano inocente.
Pero no todos los
abortos se producen así. Pocas son las mujeres que lo hacen con esa fiereza
asesina. La presunción es, incluso, la de su inocencia, porque la culpa nunca
se presume y deberá ser, en cada caso, probada. Hay bastante gente de buena fe,
que no sabe lo que realmente está en cuestión en una interrupción voluntaria
del embarazo, incluso porque el eufemismo de esta expresión dificulta, intencionadamente,
la comprensión de la realidad en cuestión, así como la de sus dramáticas
consecuencias.
Hay quien aborta sin
culpa, porque está obligada a ello, especialmente por su pareja, que no acepta
la paternidad del ser generado, aunque está obligado a ello, jurídica y
moralmente. No deja de ser curioso que, en el caso evangélico de la mujer
sorprendida en flagrante adulterio, se omita la referencia a su cómplice. ¿¡Si
la acción implica necesariamente dos personas y ambas fueran sorprendidas en el
acto, cómo explicar la ausencia masculina?! A Cristo no se le escapó la
injusticia de aquellos que, injustamente, sólo acusaban a la mujer, mientras
encubrían la culpa del hombre, a caso mayor, en caso de que la hubiera violado
o coaccionado. Por eso Jesús, sin contradecir la ley ni justificar el
adulterio, no condenó a la mujer.
También hay familias,
muy ‘buenas familias’ por cierto, que, ante un inesperado embarazo de una hija
adolescente, la fuerzan a abortar, sobre todo cuando el compañero no es ‘flor-que-se-cheire’
y no se prevé, no desea, cualquier fruto de aquella desastrosa relación. Entienden
los familiares que la desgraciada joven no puede ni debe quedar sujeta, para el
resto de su vida, a aquella pobre criatura, concebida en un momento de locura e
irreflexión. Mandan entonces ‘las bunas costumbres’ que se elimine esa diminuta
existencia y se devuelva a la joven
su libertad y
respetabilidad social. Se presiona y se amenaza, incluso con la expulsión de la
familia, a la menor que no acepte el ‘desmancho’, como un mal necesario, la única
solución posible para aquel drama personal y familiar. ¿Pero, una mujer así
forzada, es a caso responsable de un acto cometido por causa de la desesperación,
posiblemente en la mayor y más dolorosa soledad y sufrimiento? Cristo,
ciertamente, no la condenaría, ni ningún cristiano digno de tal nombre, en
cambio otros defensores de la vida tal vez no tuviesen pudor en considerarla,
pura y simplemente, una asesina.
En el campo opuesto,
tampoco faltan ejemplos de una retórica tan exagerada que, en realidad, resulta
ridícula. Todavía recientemente, apropósito de la aprobación, por la Asamblea
de la República, de la “Ley de apoyo a la maternidad y paternidad”, suscrita
por cerca de cincuenta mil lectores, al abrigo de una iniciativa legislativa de
ciudadanos, se oyeron gritos desesperados, como si la nueva ley fuese una monstruosidad
inimaginable, un retroceso de mil años en la legislación social, un regreso a
las cavernas del paleolítico inferior, una humillación para las mujeres
portuguesas, una ofensa al orden constitucional, una grosera violación del
anterior referendo (que, por cierto, una no menos grosera violación el referendo
anterior, también no vinculante…), una inaudita falta de respeto al Estado de
Derecho, una catástrofe humanitaria, etc.
Hay, por supuesto,
algunos diputados y políticos que, cuando peroran sobre estas materias, lo
hacen con tan depuradas capacidades dramáticas que se lamentan no haberse
dedicado a la carrera artística. Quedan bien esos gestos teatrales en un escenario, pero son excusados
en un parlamento, que debe ser un lugar de reflexión y de debate más racional
que emocional, porque sólo un análisis sereno puede fundamentar una decisión
ponderada y justa, como deben ser las leyes que rigen una cuestión tan
sensible.
Por otro lado, que no
todas las mujeres que abortan son asesinas no supone que ninguna lo sea. Hay
abortos sin culpa, como también los hay que son criminosos, cometidos con plena
consciencia y total voluntad, a veces de forma reincidente y a expensas del
Estado, o sea, de los contribuyentes. Ni todas criminales, ni todas inocentes. La Ley no debe
suponer una cosa, ni su contrario, sino
proteger siempre al más débil y, supuesta la presunción de inocencia,
responsabilizar a quien infringe la ley.
Los histerismos están
de más. Siempre. Son polución. O peor, una buena imitación de los dictadores más
irracionales. No era por casualidad que Hitler discurseaba siempre dando gritos…
Es que, a quien le falta la fuerza de la razón, sólo le queda la razón de la
fuerza.
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