Esta nueva traducción
de la Biblia de ningún modo es la última y definitiva versión: no es “la”
traducción, pero sí una, junto a muchas otras, peores y mejores, anteriores y
posteriores.
Fue con alguna pompa y circunstancia que fue publicada una
nueva traducción de la Biblia, al portugués, autoría de Federico Lourenço y con
la aprobación de la Quetzal. Por la forma como el proyecto editorial fue
presentado por la comunicación social, pero no por el traductor ni por el
editor, que fueron bastante más comedidos, casi parecía que se trataba de la
primera verdadera traducción de la versión griega de la Sagrada Escritura, en
oposición a la Biblia católica que, precisamente por serlo, no sería
enteramente fiel al texto original. No obstante la exageración, es cierto que
esta nueva versión de los libros sagrados
se presenta como “no doctrinaria, no confesional y no apologética” (pág.
18), o sea, pretende ser, pura y simplemente, la Biblia toda y toda la Biblia,
sin nada que quitar y poner, para creyentes y no creyentes.
La Biblia no es propiamente un texto reciente, ni desconocido:
hace dos mil años que la iglesia católica y otras confesiones cristianas,
principalmente los evangélicos, veneran y estudian la Sagrada Escritura, que es
el libro más editado de todos los tiempos: el mayor best-seller de siempre.
Todos los años, se publican centenas de tesis doctorales sobre la Biblia,
estudiada profundamente en las
facultades de Teología de las universidades católicas y, sobre todo, en los
pontificios institutos bíblicos. Siendo así, sólo muy difícilmente una nueva
traducción, o edición, del texto bíblico puede tener la pretensión de ser algo
absolutamente inédito y definitivo. Esta es, con toda certeza, una nueva traducción,
pero de ningún modo la última y definitiva versión: no es “la” traducción, sino
una más, junto a otras muchas, peores y mejores, anteriores y posteriores.
Es loable el propósito que anima este ambicioso proyecto
editorial, como es indiscutible la comprobada competencia lingüística del
referido traductor. Pero es cuestionable que alguien, que solo domina el
conocimiento de la lengua que pretende traducir, que ni siquiera es la de la
mayoría de los originales bíblicos, sea apto para este caso, sobre todo cuando
la realidad subyacente a los diversos textos sagrados no es suficientemente
conocida por el traductor, como él mismo tuvo la humildad de reconocer. Por otro
lado, no parece aceptable reducir un libro esencialmente religioso a una mera
obra literaria porque, perdida su especificidad, queda también desfigurada su
traducción.
Tal vez Federico Lourenço no tenga culpa de no conocer bien
la historia bíblica, ni el sustrato semítico de la Sagrada Escritura, pero ciertamente
es responsable por permitir que se hagan afirmaciones sin suficiente base
científica. Por ejemplo, da por sentado que Herodes el Grande murió en el año 4
a.C., recalcando que, sobre esta fecha “no hay duda ninguna” /pág. 27). En
realidad, la cuestión aun es controvertida entre los historiadores y, por eso,
está lejos de estar definitivamente resuelta (cf. A. E. Steinmann, When Did
Herod the Great Reign?, “Novum Testamentum”, 51, 2009, p. 1-29).
Aunque la lectura de esta nueva traducción sea, en general,
accesible, no siempre la expresión literaria adoptada es la más correcta. A
título de ejemplo, recuérdese la famosa parábola de Lc 15, 11-32, cuando el
hijo pródigo, ya arruinado, se emplea como porquero. La edición de los
capuchinos, por suerte la mejor, hasta la fecha, en lengua portuguesa, dice: “Entonces,
fue a colocarse al servicio de uno de los habitantes de aquella tierra, el cual
lo mandó a uno de sus campos a guardar puercos” (Lc 15, 15; pág. 1704).
Lourenço traduce: “Se puso en camino y se colocó [sic] con uno de los
ciudadanos de aquella tierra, que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos”
(pág. 280). Ahora, según el Diccionario de la Academia de las Ciencias de
Lisboa (cfr. Vol I, pág. 862), ninguno de los significados del verbo colocar,
ni de su forma reflexiva, es sinónimo de emplearse.
Igualmente algunas opciones lingüísticas, aunque
técnicamente viables, parecen no obedecer al propósito de una traducción “no
doctrinaria, ni confesional ni apologética”. Por ejemplo, cuando se traduce el
vocablo griego “amartía”, por error, en vez de pecado. El error apunta sobre
todo a una deficiencia intelectual o de conocimiento, mientras que pecado, en
cuanto que consciente y voluntaria ofensa a Dios, apela siempre a la
responsabilidad personal, o sea, implica el concepto de culpa, que es un lugar
teológico esencial en correcta interpretación bíblica y, sin el cual, la propia
redención queda necesariamente devaluada.
Más grave es, con todo, su intento de hacer de la Biblia
fundamento escriturístico de una moral relativista, en oposición a la tradicional
doctrina cristiana que, por el contrario, se basa en la objetividad y
universalidad del bien y del mal. Según Lorenço “una de las frases-clave del Nuevo
Testamento” (pág, 360) es la afirmación de Cristo, aportada por Juan en su
evangelio: “Yo no juzgo a nadie” (Jo.8, 15). Si se tuviera en cuenta que
Jesucristo da prioridad al mandamiento
nuevo, que se desdobla en precepto de amor a Dios y al prójimo, parece algo
arbitraria la relevancia dada, por el traductor, al principio por él elegido en
“una de las frases clave del Nuevo Testamento”. ¿¡Es que, de este modo, se
pretende hacer creer que la verdadera religión cristiana no juzga a nadie, ni
propone ningún credo de verdades reveladas, no comprende un código moral de conductas a realizar o a evitar!? Si así
fuera de hecho, el traductor estaría insinuando que la verdadera Iglesia de
Cristo, al contrario de la católica, se debería abstener de cualquier discurso
o actitud condenatoria, en pro de una teoría práctica subjetivista que, en realidad,
se podría reducir al moderno eslogan: “vive y deja vivir”.
Sin ser, propiamente, “la” versión científica de la Biblia,
esta traducción de la Sagrada Escritura tiene innegables méritos y puede ser de
gran utilidad, sobre todo para los no creyentes. Mientras los católicos, es razonable que
prefieran una traducción que, en vez de vehicular las respetables, pero
discutibles, opiniones del traductor, inspira la interpretación auténtica que,
para un creyente, es la del magisterio de la Iglesia, aun no siendo única.
“Pois é, se chapéus há muitos, traduções há muito mais!”
http://observador.pt/opiniao/traducoes-ha-muitas/