martes, 15 de noviembre de 2016

LOS SANTOS


Pablo Garrido Sánchez

Llevamos algún tiempo procurando hacer asequible la santidad dentro de nuestra Iglesia Católica, y ciertamente algún objetivo se va consiguiendo. Desde el Concilio Vaticano II a esta parte, se propone una amplia socialización de la santidad al cobrar un nuevo protagonismo el laicado. La sociedad moderna aumenta cada día su pluralidad y las aplicaciones pastorales no abarcan la diversidad existente, y se procura la acción de los laicos como la tarea de encarnación de la Fe en cada ambiente o segmento social. Pero el laico debe ser santo, se dice, para que su actividad sea fructífera. No obstante, la santidad es un atributo que nos parece reservado a una cierta elite. Se establece una ecuación: a mayor santidad más eficacia  evangelizadora, con lo que se pueden extraer unas conclusiones preocupantes si no analizamos con prudencia.

¿Quién es un santo? Se puede responder con brevedad: es el fiel santificado. Pudiera parecer que en la respuesta no nos hemos movido del sitio con respecto a los términos de la pregunta, pero no ocurre tal cosa. Primero decimos que el santo es un fiel, es decir, una persona de Fe, que ha de ser santificada, por lo que la santidad no reside en la persona misma. Y es preciso añadir, que  la santificación es un proceso renovador con carácter permanente. A DIOS le basta un instante para elevar a una persona a las cumbres más altas de la espiritualidad, pero  el proceso vital  normal es mucho más lento y gradual. Menos mal que la Escritura nos habla de multitudes alrededor del trono de DIOS, que nadie es capaz contar (Cf. Ap 7 -9 ), porque  tendemos a reducir, seleccionar y excluir, al sentirnos un poco más perfectos y elegidos, con lo que se resquebraja un tanto la propia santidad.

Nuestra Iglesia Católica establece dos grandes vías para alcanzar esa santidad que en determinado momento es propuesta como ejemplo para toda la Iglesia, y para toda la humanidad; esas dos grandes vías son: la práctica de un conjunto de virtudes cristianas en grado heroico y la muerte martirial, en la que la persona muere confesando a JESUCRISTO y perdonando a sus verdugos. En este último caso los hechos anteriores de su vida cobran menos relieve, pues se considera, y parece plausible, que  se muere en la paz del SEÑOR por una gracia extraordinaria que se otorga a los que el SEÑOR mismo santifica. Si la muerte es santa no cabe la más mínima duda que tras la muerte se entra  de manera directa en la esfera de la santidad y contemplación de DIOS como le ocurrió al buen ladrón (Cf Lc 23, 42-43 ). A veces la imprecisión del lenguaje requiere realizar alguna consideración: no existe ningún robo que encierre una bondad intrínseca, lo mismo que no existe un ladrón bueno; en todo caso podemos asistir a un ladrón arrepentido que es santificado por la infinita misericordia de DIOS. ¿Qué hizo este hombre antes de morir para recibir esa gracia que supera todo lo imaginable?: reconocer a JESÚS como su SALVADOR, “acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino”. Y JESÚS le dice: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43)

Puede ser que ahora nos encontremos en mejor disposición para entender en qué consiste la santidad. El concepto de santidad cristiana, teniendo en cuenta lo anterior, empieza a definirse. ¿Es suficiente ejercitar un alto número de virtudes para ser santo? Caben algunas matizaciones: se da el caso de personas no creyentes y poco creyentes que muestran un alto grado de comportamiento ético, y si les preguntásemos si se sienten santas contestarían con cierta indiferencia. Para catalogar la santidad de alguien, la Iglesia precisa de examinar el comportamiento de manera simultánea en dos dimensiones: el ejercicio de las virtudes como el fruto de la acción de JESUCRISTO mismo en esa persona. El campo de influencia en el que se desenvuelve la santidad queda redefinido en el Nuevo Testamento, si antes se decía “seréis santos, porque YO, YAHVEH, soy santo” (Lv.19-2  ); ahora la santidad cristiana establece el amor a JESUCRISTO y la inhabitación trinitaria para que la santidad sea un hecho (Cf Jn 14, 15 y 16). JESUCRISTO es el tesoro escondido, la perla de gran valor  (Cf Mt 13,44-46); que  establece el Reino en nuestro interior por la acción del ESPÍRITU SANTO (Cf Lc 17,21). De esa forma DIOS deja de estar aquí o allí, y se le puede adorar en cualquier lugar (Cf Jn 4,23), porque el creyente en JESUCRISTO se ha vuelto templo de DIOS por el ESPÍRITU (Cf 1Cor 3,16-17).

¿Los creyentes de otras confesiones cristianas pueden alcanzar la santidad? Los católicos hemos tenido grandes dificultades en admitir una respuesta afirmativa; y sin duda, hoy, algunas personas seguirán ofreciendo distintas objeción. Los españoles tenemos un escaso campo de ejercicio ecuménico. Es posible que cerca de donde vivimos esté implantada otra confesión cristiana, pero nos ignoramos mutuamente, pues cada uno en su confesión se cree superior.  El ecumenismo es para nosotros algo exótico y en absoluto vivencial. Esta y otras razones dificultan la consideración de otros hermanos cristianos con posibilidades de perfección y santidad.

La Iglesia Ortodoxa oriental ofrece culto a sus santos, entre los que se encuentran algunos comunes con la Iglesia Católica, que son aquellos anteriores a la ruptura en el mil cincuenta y cuatro, como san Atanasio una de las figuras más importantes a la hora de definir la doctrina sobre JESUCRISTO y la TRINIDAD. Pero el santoral de la Iglesia Ortodoxa cuenta con místicos del nivel de san Serafín de Sarov o de Andréi Rubliov, autor de los iconos más representativos sobre la TRINIDAD.


Hablar de la santidad sin concretarla en personas resulta un discurso abstracto y un tanto estéril, y si lo establecemos de modo directo hacia las personas podremos decir algo, pero nos desborda el misterio. La santidad es una obra de DIOS en el hombre, y esta acción siempre  está revestida por el misterio mismo de DIOS. Cuando se murió santa Teresita de Lisieux, alguna de sus hermanas en religión opinaba, que de Teresita nadie volvería hablar; y como bien sabemos la cosa  no ha sido así. ¿Quién sabe lo que la Gracia va realizando en el corazón de la persona? ¿Quién puede determinar lo cerca que está de DIOS una persona?  Nuestra Iglesia Católica sólo establece el canon de la santidad para algunas personas que de forma notoria se hayan manifestado como testigos de JESUCRISTO, pero sigue habiendo mucha Gracia oculta y silenciosa que sólo es reconocible por los circuitos de la adoración, expiación y servicio fraterno, y esta trama de Gracia invisible solo está presente de manera exclusiva para DIOS. 

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