sábado, 19 de noviembre de 2016

Um ‘burburinho’ (estruendo) de los diablos




La radicalización y la intolerancia del discurso anticlerical de algunos homosexuales genera violencia, también contra ellos mismos, tantas veces víctimas de injustas agresiones. Y no favorecen su aceptación.

No fue solo en Nueva Zelanda donde la tierra tembló esta semana. También en las antípodas, en este país que ya fue de blandas costumbres y ahora es de ideologías uniformes y tardíos corporativismos, se registró un violento seísmo mediático, con el epicentro en las controvertidas declaraciones de la Dra. María José Vilaça. Entrevista en la revista Familia Cristiana, la presidenta de la Asociación de Psicólogos Católicos dice: “Yo acepto a mi hijo, amo si cabe aún más, porque sé que él vive de una forma que yo sé que no es natural y que lo hace sufrir. Es como tener un hijo toxicómano, no voy a decir que es bueno”.

Lo que es, o no, natural temo mucho que se le diga. Sin entrar en el fondo de la cuestión, se puede decir que es natural lo que observa en la generalidad de las personas y que, por eso, se atribuye a la naturaleza humana. Ahora, en el mundo entero, cerca del 97% de la humanidad se siente atraída por el sexo opuesto: se puede decir por tanto que, en términos sociológicos, esa es la tendencia más natural, sin que su contrario sea anormal. En este sentido, el celibato, que contraría una inclinación  general, no es tan natural como el casamiento, sin que por eso sea, ninguna anormalidad. Ser superdotado tampoco es natural, aunque sea, como es obvio, excelente.

La comparación entre la tendencia homosexual y la toxicomanía no fue feliz: no son, de hecho, realidades equiparables. Sin embargo, el discurso no versaba sobre la bondad o maldad de la tendencia homosexual, que no compete a la sicología enjuiciar, sino a la ética y a la teología moral. Por el contrario, incidía sobre las consecuencias de esa ocurrencia para los padres, como la misma sicóloga después aclaró: “Lo que (yo) dije es que, ante un hijo que tiene un comportamiento con el cual los padres no están de acuerdo, (estos) deben con la misma acogerlo y amarlo. La toxicomanía es sólo ejemplo de comportamiento que, a veces, lleva a los padres a rechazar al hijo. No es una comparación sobre la homosexualidad, sino sobre la actitud ante ella”.

Es una pena que esa actitud de aceptación y caridad para con los homosexuales, principalmente los que viven con los padres, y para con todos los seres humanos, haya pasado desapercibida a los que no tardaron en apedrear públicamente a la presidenta de la Asociación de Psicólogos Católicos. Ahora bien María José Vilça, siguiendo además al Papa Francisco, como corresponde a cualquier católico coherente, exigió acogimiento y amor para todos.

A propósito, debe aclararse que la Iglesia no reprueba la tendencia homosexual, ni mucho menos a las personas –algunas por cierto católicas- que, a veces contra su voluntad y con gran sufrimiento, se reconocen en esa situación. Lo que la iglesia reprueba son los comportamientos contrarios a lo que, según la Biblia, se entiende es el correcto uso de la sexualidad humana, sean esos actos practicados por un hombre o una mujer, una persona soltera o casada, con tendencia homosexual o heterosexual. No tendría sentido que, a los homosexuales, no se les exigiese lo que a todos los cristianos se pide: en realidad, eso sería incluso una injusta discriminación. El evangelio es igualmente exigente para todos los fieles: principalmente los que optan por el celibato, a pesar de la inclinación natural para la actividad sexual; o los que se comprometen a la fidelidad para siempre, en el matrimonio monogámico, no obstante la natural atracción por otras eventuales parejas. Por eso, cuando Cristo enunció los principios a que se obligan los cristianos cuando se casan, muchos concluirían que, siendo así, más valía no casarse! (Mt 19, 10).

Entre las muchas reacciones suscitadas por las polémicas declaraciones de la presidenta de la Asociación de Psicólogos Católicos, sorprendió, por positiva, el sensato comentario de quien, identificándose como homosexual, tuvo el coraje de criticar a los que, a cubierto de esa misma tendencia, dieron indicios de una mentalidad peligrosamente autoritaria y de una exagerada susceptibilidad en relación a cualquier discurso que no exalte su estilo de vida, o no aplauda sus puntos de vista. En efecto, a este propósito, José Leote escribe: “asistimos a un fenómeno curioso y preocupante que, desgraciadamente, se ha acentuado en los últimos tiempos: quien expresa una opinión contraria a la nuestra es necesariamente homófobo. En otras palabras, queremos rotular de homofóbica a toda persona que no esté de acuerdo con nosotros, que tiene una opinión diversa sobre la homosexualidad, aunque no incite al odio contra quien quiera que sea. O sea, pretendemos coartar la libertad de expresión a los otros, que reclamamos a los cuatro vientos para nosotros. Muchos de entre nosotros llaman a los sacerdotes pedófilos, haciendo una generalización infundada y abusiva; llama a los fieles de esto y aquello, a la Iglesia de aquel otro y al de más allá. Todos y todas se arrogan el derecho a hacer y decir las mayores barbaridades en nombre de la libertad individual y de expresión, pero cuando alguien disiente de nosotros: “Aquí d’el-rei que é ‘homofóbico/a’!”

La crítica no podía ser más acertada, porque la radicalización e intolerancia del discurso de algunos homosexuales genera violencia, también contra ellos mismos, tantas veces víctimas de crueles agresiones. Es justa y necesaria la fundamentada denuncia  de casos de verdadera homofobia, o de injustificada discriminación, porque no tiene posible justificación legal o moral. Pero, el recurso arbitrario a esa acusación incentiva los autos de fe y los juicios sumarísimos en la plaza pública. Los ataques de algunos homosexuales, ciertamente pocos,  a la libertad de pensamiento y de expresión, a la libertad religiosa y de opinión, a los derechos humanos, a los valores y a los principios de la democracia, no favorecen, en una sociedad libre y democrática, su comprensión y aceptación. Por eso, es de esperar que la Orden de los Sicólogos Portugueses no dé curso a las quejas contra la libertad de expresión  de sus profesionales porque, en ese caso, podrá convertirse en una odiosa orden de policías del pensamiento...

En su posterior aclaración, María José Vilça, con serenidad y bonhomía, reconoce que, como reacción a su entrevista, se generó un cierto “burburinho”… En verdad no fue un murmullo, sino –dígase sin que nadie se sienta ofendido- ¡un ‘burburão’ de los diablos!


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