sábado, 26 de noviembre de 2016

Traducciones hay muchas...




Esta nueva traducción de la Biblia de ningún modo es la última y definitiva versión: no es “la” traducción, pero sí una, junto a muchas otras, peores y mejores, anteriores y posteriores.

Fue con alguna pompa y circunstancia que fue publicada una nueva traducción de la Biblia, al portugués, autoría de Federico Lourenço y con la aprobación de la Quetzal. Por la forma como el proyecto editorial fue presentado por la comunicación social, pero no por el traductor ni por el editor, que fueron bastante más comedidos, casi parecía que se trataba de la primera verdadera traducción de la versión griega de la Sagrada Escritura, en oposición a la Biblia católica que, precisamente por serlo, no sería enteramente fiel al texto original. No obstante la exageración, es cierto que esta nueva versión de los libros sagrados  se presenta como “no doctrinaria, no confesional y no apologética” (pág. 18), o sea, pretende ser, pura y simplemente, la Biblia toda y toda la Biblia, sin nada que quitar y poner, para creyentes y no creyentes.

La Biblia no es propiamente un texto reciente, ni desconocido: hace dos mil años que la iglesia católica y otras confesiones cristianas, principalmente los evangélicos, veneran y estudian la Sagrada Escritura, que es el libro más editado de todos los tiempos: el mayor best-seller de siempre. Todos los años, se publican centenas de tesis doctorales sobre la Biblia, estudiada profundamente en  las facultades de Teología de las universidades católicas y, sobre todo, en los pontificios institutos bíblicos. Siendo así, sólo muy difícilmente una nueva traducción, o edición, del texto bíblico puede tener la pretensión de ser algo absolutamente inédito y definitivo. Esta es, con toda certeza, una nueva traducción, pero de ningún modo la última y definitiva versión: no es “la” traducción, sino una más, junto a otras muchas, peores y mejores, anteriores y posteriores.

Es loable el propósito que anima este ambicioso proyecto editorial, como es indiscutible la comprobada competencia lingüística del referido traductor. Pero es cuestionable que alguien, que solo domina el conocimiento de la lengua que pretende traducir, que ni siquiera es la de la mayoría de los originales bíblicos, sea apto para este caso, sobre todo cuando la realidad subyacente a los diversos textos sagrados no es suficientemente conocida por el traductor, como él mismo tuvo la humildad de reconocer. Por otro lado, no parece aceptable reducir un libro esencialmente religioso a una mera obra literaria porque, perdida su especificidad, queda también desfigurada su traducción.
Tal vez Federico Lourenço no tenga culpa de no conocer bien la historia bíblica, ni el sustrato semítico de la Sagrada Escritura, pero ciertamente es responsable por permitir que se hagan afirmaciones sin suficiente base científica. Por ejemplo, da por sentado que Herodes el Grande murió en el año 4 a.C., recalcando que, sobre esta fecha “no hay duda ninguna” /pág. 27). En realidad, la cuestión aun es controvertida entre los historiadores y, por eso, está lejos de estar definitivamente resuelta (cf. A. E. Steinmann, When Did Herod the Great Reign?, “Novum Testamentum”, 51, 2009, p. 1-29).

Aunque la lectura de esta nueva traducción sea, en general, accesible, no siempre la expresión literaria adoptada es la más correcta. A título de ejemplo, recuérdese la famosa parábola de Lc 15, 11-32, cuando el hijo pródigo, ya arruinado, se emplea como porquero. La edición de los capuchinos, por suerte la mejor, hasta la fecha, en lengua portuguesa, dice: “Entonces, fue a colocarse al servicio de uno de los habitantes de aquella tierra, el cual lo mandó a uno de sus campos a guardar puercos” (Lc 15, 15; pág. 1704). Lourenço traduce: “Se puso en camino y se colocó [sic] con uno de los ciudadanos de aquella tierra, que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos” (pág. 280). Ahora, según el Diccionario de la Academia de las Ciencias de Lisboa (cfr. Vol I, pág. 862), ninguno de los significados del verbo colocar, ni de su forma reflexiva, es sinónimo de emplearse.

Igualmente algunas opciones lingüísticas, aunque técnicamente viables, parecen no obedecer al propósito de una traducción “no doctrinaria, ni confesional ni apologética”. Por ejemplo, cuando se traduce el vocablo griego “amartía”, por error, en vez de pecado. El error apunta sobre todo a una deficiencia intelectual o de conocimiento, mientras que pecado, en cuanto que consciente y voluntaria ofensa a Dios, apela siempre a la responsabilidad personal, o sea, implica el concepto de culpa, que es un lugar teológico esencial en correcta interpretación bíblica y, sin el cual, la propia redención queda necesariamente devaluada.

Más grave es, con todo, su intento de hacer de la Biblia fundamento escriturístico de una moral relativista, en oposición a la tradicional doctrina cristiana que, por el contrario, se basa en la objetividad y universalidad del bien y del mal. Según Lorenço “una de las frases-clave del Nuevo Testamento” (pág, 360) es la afirmación de Cristo, aportada por Juan en su evangelio: “Yo no juzgo a nadie” (Jo.8, 15). Si se tuviera en cuenta que Jesucristo  da prioridad al mandamiento nuevo, que se desdobla en precepto de amor a Dios y al prójimo, parece algo arbitraria la relevancia dada, por el traductor, al principio por él elegido en “una de las frases clave del Nuevo Testamento”. ¿¡Es que, de este modo, se pretende hacer creer que la verdadera religión cristiana no juzga a nadie, ni propone ningún credo de verdades reveladas, no comprende un código moral  de conductas a realizar o a evitar!? Si así fuera de hecho, el traductor estaría insinuando que la verdadera Iglesia de Cristo, al contrario de la católica, se debería abstener de cualquier discurso o actitud condenatoria, en pro de una teoría práctica subjetivista que, en realidad, se podría reducir al moderno eslogan: “vive y deja vivir”.

Sin ser, propiamente, “la” versión científica de la Biblia, esta traducción de la Sagrada Escritura tiene innegables méritos y puede ser de gran utilidad, sobre todo para los no creyentes.  Mientras los católicos, es razonable que prefieran una traducción que, en vez de vehicular las respetables, pero discutibles, opiniones del traductor, inspira la interpretación auténtica que, para un creyente, es la del magisterio de la Iglesia, aun no siendo única.

“Pois é, se chapéus há muitos, traduções há muito mais!”

http://observador.pt/opiniao/traducoes-ha-muitas/


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