Pablo Garrido Sánchez
('esperemos que "lo que esperamos" le interese a los lectores, aunque estemos en Adviento. Un abrazo Pablo'. A mí me ha interesado y no sólo, me parece un texto precioso, útil, sugerente. Me he tomado la libertad de dividirlo en tres partes, para facilitar la lectura. Después, quien lo desee podrá leerlo seguido y junto, porque merece la pena).
Vivimos en la
esperanza, porque en esperanza hemos sido salvados (Cf 1Pe 1,3).
Proyectamos cosas, esperamos acontecimientos y recordamos lo que ha sucedido
con la finalidad de afrontar mejor el futuro. Pero es preciso añadir algo más:
Alguien nos está esperando siempre más allá de aquí. Le ponemos nombre a los
que nos esperan en la vida de los bienaventurados: en primer lugar DIOS mismo,
y en segundo lugar todos aquellos con los que en esta vida hemos construido
fraternidad. En este grupo tenemos a los familiares y amigos, sin olvidarnos
nunca de nuestro ángel custodio y nuestro santo patrono. La fe, la esperanza y
la caridad perviven más allá de aquí (Cf 1Cor 13,13), aunque juegan un papel
fundamental en el paso por este mundo. Aunque sea obvio, es preciso señalar que
la espera principal es la de DIOS mismo, y haremos
bien en traer a la memoria con frecuencia la parábola del Hijo pródigo, o del
Padre misericordioso (Cf. Lc 15,11-32), que sale diariamente al camino a ver si
llega su hijo, que reconoce al instante aunque lo reciba hecho un adefesio y
haya que vestirlo de nuevo para dejarlo presentable.
También
en el tiempo litúrgico de Adviento, no hay inconveniente en reflexionar sobre
nuestro destino en el más allá. Nunca vamos a agotar el tema, pero algunas
cuestiones podemos afirmarlas basándonos en la Escritura. Una primera
consideración incómoda es que nos tenemos que morir, pues el estado de vida
presente viene marcado por la biología con el factor de la mortalidad, y
nuestras células están acompañadas del correspondiente marcador biológico que
determina el envejecimiento y la muerte final en un tiempo determinado, salvo
algún suceso que anticipe la propia muerte. Este hecho incómodo, por decirlo
suavemente, nos acompaña con más o menos claridad en todas las decisiones de la
vida adulta: sabemos que vamos a morir, aunque no sepamos exactamente ni el
cómo, ni el cuándo, ni el dónde; aspectos que pueden añadir un poco más de
intranquilidad a este hecho. En esta tesitura podemos afrontar de forma cristiana la muerte o dejarnos embargar por
la anestesia del rechazo a un planteamiento transcendente. Es cierto que
optar por esta última vía puede conducir a un estado interior muy poco
recomendable, que en el fondo nada tranquiliza.
Nosotros,
como apuntamos, vamos a aproximarnos al hecho de la muerte y de la vida eterna,
partiendo de la Escritura y de nuestra experiencia religiosa. Es muy
reconfortante, y de tener en cuenta, el haber acompañado a un amigo o familiar
en los últimos días o momentos previos a su fallecimiento, y haber sido
testigos de la paz y serenidad que acompañaron el tránsito de la muerte al otro
lado de la existencia vedado para los que permanecemos en esta orilla de la
vida. La muerte es el acto más serio, importante y decisivo del ser humano en
este mundo, y DIOS así se lo toma. Los chascarrillos que formulamos sobre la
muerte y los difuntos pueden rebajar algo la tensión que el tema suscita, pero
se pueden decir verdaderas tonterías. Nadie
en su sano juicio desearía volver de la edad adulta a la infancia, salvo que se
padezca una patología regresiva; lo mismo sucede con aquel que ha entrado
en la otra vida salvo patología se desengancha de esta vida, porque la
existencia continúa en estadios muy superiores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario