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27/8/2015, 7:31
Lo que el Libro de Job dice es mucho en lo que
respecta al sufrimiento. Y a la estupidez. El Libro de Job es también un gran
escrito sobre la estupidez humana.
Hay escritos que
parecen contener todo lo que se puede decir de esencial sobre una determinada
materia. Tómese, por ejemplo, el sufrimiento. Conocemos directamente el
sufrimiento a lo largo de nuestras vidas, y desde el principio, de múltiples
maneras. Y lo conocemos indirectamente a través de los otros. Las dos formas de
conocimiento se encuentran, ciertamente, tan ligadas en tantos casos, cuando el
sufrimiento de los otros viene de nosotros, y el nuestro de los otros, que es
difícil separarlos absolutamente. Más allá de eso, el arte –la poesía, la música,
las canciones, la pintura, las películas, todo- nos habla del sufrimiento. Y la
televisión lo expone, debida o indebidamente, más indebida que debidamente,
varias veces al día. Estamos, literalmente, rodeados de sufrimiento. Pero, en
la medida en que hay algo esencial que se deja extraer en el capítulo en forma
de palabras, no conozco escrito que mejor lo haga, de un modo indisimuladamente
humano, que el libro de Job.
La historia comienza,
como se sabe, con un desafío de Satanás a Dios. Job es un hombre de rectitud
intachable y temeroso de Dios. Pero, dice Satanás, si Dios le toca en sus
bienes, rectitud y temor desaparecerán en un instante. Entonces, Dios lo toca
efectivamente en sus bienes. Todas sus propiedades son robadas y destruidas –y
todos los hijos muertos. Sucede que Job reacciona a la catástrofe bendiciendo a
Dios y sin proferir blasfemia alguna, aceptándolo todo. Viendo esto, Satanás,
-con alguna razón, dígase de pasada- no
se desanima, y aconseja a Dios, le permita
una prueba conclusiva, tocar a Job directamente en el cuerpo, en los
huesos y en la carne. Y Dios envía a Job una lepra maligna que le llena el
cuerpo de pus. Y ahí el caso, en ciertos aspectos, cambia sensiblemente de
aspecto.
Y cambia sobre todo de
forma por la visita de tres amigos –Elifaz, Baldad y Sofar- que, al principio,
ni siquiera lo reconocen, tal es la desfiguración provocada por la lepra. Se
siguen siete noches y siete días de silencio, hasta que Job, en presencia de
los amigos, maldijo el día de su nacimiento. Y los amigos y Job comienzan a
alternar discursos, a partir de un patrón que se repite: mientras Job insiste
en
que su sufrimiento no
tiene sentido (habiendo sido él siempre un hombre recto y piadoso), los amigos,
que se conceden un saber mayor que el de Job, procuran mostrarle que su
sufrimiento tiene sentido, esto es, que sus causas son inteligibles y
comprensibles. El sufrimiento físico y moral externo de Job es, por así decir,
aumentado por esa afirmación del sentido de su sufrimiento que le viene de la
boca de sus amigos.
El sufrimiento de Job
no se podía expresar de forma más vehemente. Las flechas de Dios están clavadas
en él y la carne, cubierta de podredumbre e inmundicia, absorbe el veneno. Sus
enemigos lo miran con ojos terribles, abren la boca para devorarlo y le golpean
el rostro para ultrajarlo. Dios le despedaza el cuerpo herida sobre herida y se lanza a él, objeto de
escarnio, como un guerrero.
Los hombres le escupen
en el rostro y Job se siente hijo de la podredumbre y de los gusanos. Hermanos
y amigos se apartan de él. Los criados lo contemplan como un extraño, y tiene
que suplicar para que le sirvan. La mujer siente repugnancia de su aliento. La
piel se pega a los huesos descarnados. Perseguido por Dios e invadido de
terror, su alma se rompe. Es necesario realmente leer el texto para darnos
cuenta tanto de la extrema soledad en que Job se encuentra como de la terrible semejanza
entre el enorme dolor físico y el mal moral que le rompe el alma. Las imágenes
de que se sirve Job (Me limitaré a algunos ejemplos) lo muestran de la manera más
absoluta.
¿Y qué le dicen sus
amigos? Que ninguna cosa sucede en el mundo sin motivo. Que lo quieren
instruir. Que los lamentos de Job sólo revelan ignorancia, una ignorancia que
merece reprensión. Que Job no conoce los secretos de la sabiduría de Dios, que
no comprende sus caminos o su omnipotencia. Que lo que Job dice sólo muestra su
iniquidad y su cólera contra Dios. Que sus discursos interminables son el
resultado de la falta de reflexión. ¿Cuál es el fondo de lo que dicen los
amigos, a partir de lo cual hablan? La estupidez, la nuda y cruda estupidez
humana. Aquí esencialmente representada por la incapacidad radical de imaginar
la soledad ajena de una u otra forma que no sea la de la altiva y diabólica
voluntad de no comunicar, la del orgullo del miserable.
Job, naturalmente, no
agradece tanta sabiduría venida en su auxilio. “En verdad vosotros sois hombres
tenéis y con vosotros morirá la sabiduría”, nota irónicamente. Para él, es escarnio
invocar a Dios en busca de respuesta. Es con Dios, y no con gente que no sabe más
que él y que pretende patrocinar la causa divina, con quien le gustaría hablar.
Job también se irrita con los largos discursos de los amigos, “consoladores
inoportunos”: “¿Cuando terminarán esas palabras vanas?” Ellas solo pueden
venir, punto importante, de alguien que no se encuentra en ese lugar: “Yo también
podría hablar como vosotros, si estuvieseis en mi lugar”. Tan vanos consuelos
no son más que perfidia.
Después del discurso de
un quinto personaje, Eliú, el mismo Dios
interviene en la querella. Ciertamente que para recordar a Job la ignorancia en
que este se encuentra de su sabiduría, pero también para censurar a los amigos
de Job la soberbia al pretender conocer los designios divinos. De hecho, la
censura a Job es mucho menos radical que aquella que le dirige a sus amigos. En
su abandono, en su desamparo radical, Job había sido más recto para con Dios
que lo habían sido sus amigos. Y Dios le restituyó con creces todo lo que Job
había perdido.
No tengo, es claro, la
menor competencia en materia de teología bíblica, a pesar de haber procurado
aplicadamente aprender una que otra cosa desde que (muy tarde, a los veinticinco años)
comencé a leer la Biblia. Pero el Libro de Job (toda la Biblia, por descontado)
habla por sí. Y no hice caso de los estratos varios de composición del texto,
que obviamente determinan el sentido de la lectura. Pero estas deficiencias,
que ya no estoy a tiempo de enmendar, no me impiden ver en el Libro de Job el
gran libro sobre el sufrimiento humano. No que el sufrimiento, y el mal, sean el
más deseable objeto de pensamiento: el placer, o el bien, son preferentes – y de lejos. Pero el sufrimiento
nos acompaña a lo largo de la vida entera y el Libro de Job nos dice, de hecho,
algo esencial sobre él.
Nos dice, por ejemplo,
que hay un valor del silencio frente al sufrimiento. Si los amigos de Job
hubiesen mantenido el silencio de los primeros siete días y de las primeras
siete noches, y no hubiesen pretendido instruir a Job, el sufrimiento de este,
por mayor que hubiese sido su estado de abandono, sería menos que aquel en que
se tornó. Los amigos, por descontado, eran probablemente bienintencionados,
pero sufrían de aquella especie de estupidez ontológica que nos atraviesa ante los grandes dolores ajenos, físicos o morales
(llamémosles así). El sufrimiento, en su dimensión más profunda, es incomunicable,
viene de un lugar donde no estamos –o aún no estamos- , y, por eso, no
susceptible de discusión. En esa medida, que es la gran medida, es Job quien
tiene razón: él no tiene, literalmente, sentido. Los amigos quieren que tenga
sentido y caen infaliblemente en la charla, más o menos pedante y ciertamente
obscena. Es una tentación natural, sin duda. Queremos hablar, y, hablando,
buscar sentido. Pero, pura y simplemente, en ciertas situaciones es una tentación
que conviene evitar. Hay pretensiones de comunidad que son abusivas.
La irritación de Job contra
la estupidez de los amigos es legítima. Yo percibo esto. En cuanto a Dios, no sé
nada, dejando a parte conocer algo sobre lo que de Dios haya sido pensado, y por
eso soy, prudentemente y sin heroísmo, antes al contrario, ateo. Pero lo que el
Libro de Job dice es mucho en lo que respecta al sufrimiento. Y a la estupidez.
El Libro de Job es también un gran escrito sobre la estupidez humana.
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