¿Es injusto que la Iglesia exija a los esposos
cristianos que cumplan con aquello a que, consciente y voluntariamente, se obligaron
cuando se casaron?
Un acontecimiento
recurrente en la última campaña electoral fue el de las esporádicas y virulentas
apariciones de los manifestantes autoproclamados “lesados do GES”. Son, por lo
que se ve, antiguos inversores en los fondos administrados por el difunto Banco
Espíritu Santo que, alo que parece, desafortunadamente perdieron sus inversiones con la bancarrota de aquel
grupo económico.
Sin querer enjuiciar el
caso, ni las inherentes responsabilidades, los católicos que se encuentran en
una situación irregular también son, de algún modo, estafados por el GES. De
hecho, estos fieles acusan a la Iglesia católica –que es el genuino ‘Grupo’ del
verdadero Espíritu Santo- de rigorismo
moral, porque la doctrina y la práctica católica vigentes no permiten que los
fieles ‘recasados’ puedan, mientras permanecen en esa situación, acceder al
sacramento de la Eucaristía. Aunque sin el espectáculo que rodeó las
apariciones de los perjudicados del GES, estas aludidas víctimas de la Iglesia
católica entienden que la situación en que se encuentran, y que tanto las
penaliza, podía y debía ser alterada oficialmente, en nombre de la compasión y
de la misericordia cristiana.
Como es sabido,
Jesucristo expresamente revocó, para sus discípulos, la posibilidad del
repudio, porque el divorcio, que hasta entonces era práctica corriente entre
los judíos, es contrario al designio inicial del Creador. Es verdad que el
repudio había sido tolerado por Moisés, pero sólo por causa de la dureza de los
corazones humanos. Es curioso notar que, en la actualidad, es este mismo
argumento el que se esgrime, pero en sentido contrario, o sea, con el fin de
legitimar el divorcio. Por tanto, hay quien entiende que sólo la dureza de
corazón de la Iglesia puede explicar su aparente indiferencia ante el
sufrimiento de los católicos ‘recasados’ que, por este motivo, no pueden
comulgar.
Pero, al final, ¿Dónde está
la dureza de corazón? ¿En los que niegan a los ‘recasados’ el acceso a la
comunión eucarística o, como Jesucristo afirma cuando taxativamente excluye la
posibilidad del repudio entre los cónyuges cristianos, en los que se divorcian
y vuelven a casar?
Es cierto que la
Iglesia no puede ignorar la dolorosa situación en que se encuentran los casados
constituidos al margen de la ley de Dios y de la Iglesia; pero también sería
ingenuo pensar que estas personas son las únicas víctimas a tener en
consideración, sobre todo cuando son, por lo menos, responsables por su nueva
unión, contraviniendo abiertamente los principios
a que se obligaron cuando contraían su casamiento canónico. ¿Será injusto, por
parte de la Iglesia, exigir a los esposos cristianos que cumplan aquello a que,
consciente y voluntariamente, se obligaron cuando se casaron?
La cuestión viene de
antiguo, como es sabido. Enrique VIII quiso que la Santa Sede le autorizase a
divorciarse de Catalina de Aragón, para poderse casar con Ana Bolena, la
segunda de sus seis mujeres. ¿Habría sido lógico que la Iglesia hubiese cedido
a esa pretensión del monarca británico? ¿O, por el contrario, se debería ir por
el lado más débil, como efectivamente se hizo, defendiendo los legítimos
derechos de la desdichada infanta española? ¿Sería aceptable que Juan Bautista
legitimase la unión adúltera de Herodes con su cuñada, Herodías, o debería por
el contrario defender los derechos de Felipe, de quien aquella era legítima
mujer? Es cierto que, en ambos casos, los dos monarcas tenían una situación
privilegiada, pero la Iglesia no debe ceder a las presiones de los poderosos y
defender a los más desvalidos, como son, entre otros, los hijos menores.
Pedro Vaz Patto se
refirió recientemente a un interesante estudio de Elizabeth Marquard sobre los
efectos de los ‘buenos divorcios’, o sea, aquellos en que una pacífica y
armoniosa separación sustituye una vida matrimonial anterior tensa. La autora,
ella misma hija de padres divorciados, concluye que la ruptura conyugal, aún cuando fuera acordada pacíficamente por
la pareja, es siempre peor, para los hijos, que la continuación de un
casamiento no enteramente satisfactorio, pero sin grandes conflictos. Más allá
de otros efectos negativos – como el fracaso escolar, una tendencia mayor a la
delincuencia, diversos problemas de salud, etc. – las víctimas de los ‘buenos
divorcios’ viven, en general, una gran soledad, porque son niños divididos
entre dos mundos, sin que ninguno de ellos sea verdaderamente el suyo.
En relación a los estafados
por el GES, el Estado debería reconocer,
por vía judicial, sus derechos. En relación a los perjudicados por la Iglesia,
es importante que el Sínodo no se deje engañar por los que hacen más ruido
porque, si ignorase a los más débiles e inocentes para favorecer a los más
fuertes e insistentes, estaría lesionando los principios de la justicia y de la
caridad.
Sacerdote católico
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