domingo, 11 de octubre de 2015

Los estafados por el GES





¿Es injusto que la Iglesia exija a los esposos cristianos que cumplan con aquello a que, consciente y voluntariamente, se obligaron cuando se casaron?

Un acontecimiento recurrente en la última campaña electoral fue el de las esporádicas y virulentas apariciones de los manifestantes autoproclamados “lesados do GES”. Son, por lo que se ve, antiguos inversores en los fondos administrados por el difunto Banco Espíritu Santo que, alo que parece, desafortunadamente perdieron  sus inversiones con la bancarrota de aquel grupo económico.

Sin querer enjuiciar el caso, ni las inherentes responsabilidades, los católicos que se encuentran en una situación irregular también son, de algún modo, estafados por el GES. De hecho, estos fieles acusan a la Iglesia católica –que es el genuino ‘Grupo’ del verdadero Espíritu Santo-  de rigorismo moral, porque la doctrina y la práctica católica vigentes no permiten que los fieles ‘recasados’ puedan, mientras permanecen en esa situación, acceder al sacramento de la Eucaristía. Aunque sin el espectáculo que rodeó las apariciones de los perjudicados del GES, estas aludidas víctimas de la Iglesia católica entienden que la situación en que se encuentran, y que tanto las penaliza, podía y debía ser alterada oficialmente, en nombre de la compasión y de la misericordia cristiana.

Como es sabido, Jesucristo expresamente revocó, para sus discípulos, la posibilidad del repudio, porque el divorcio, que hasta entonces era práctica corriente entre los judíos, es contrario al designio inicial del Creador. Es verdad que el repudio había sido tolerado por Moisés, pero sólo por causa de la dureza de los corazones humanos. Es curioso notar que, en la actualidad, es este mismo argumento el que se esgrime, pero en sentido contrario, o sea, con el fin de legitimar el divorcio. Por tanto, hay quien entiende que sólo la dureza de corazón de la Iglesia puede explicar su aparente indiferencia ante el sufrimiento de los católicos ‘recasados’ que, por este motivo, no pueden comulgar.

Pero, al final, ¿Dónde está la dureza de corazón? ¿En los que niegan a los ‘recasados’ el acceso a la comunión eucarística o, como Jesucristo afirma cuando taxativamente excluye la posibilidad del repudio entre los cónyuges cristianos, en los que se divorcian y vuelven a casar?

Es cierto que la Iglesia no puede ignorar la dolorosa situación en que se encuentran los casados constituidos al margen de la ley de Dios y de la Iglesia; pero también sería ingenuo pensar que estas personas son las únicas víctimas a tener en consideración, sobre todo cuando son, por lo menos, responsables por su nueva unión, contraviniendo abiertamente  los principios a que se obligaron cuando contraían su casamiento canónico. ¿Será injusto, por parte de la Iglesia, exigir a los esposos cristianos que cumplan aquello a que, consciente y voluntariamente, se obligaron cuando se casaron?

La cuestión viene de antiguo, como es sabido. Enrique VIII quiso que la Santa Sede le autorizase a divorciarse de Catalina de Aragón, para poderse casar con Ana Bolena, la segunda de sus seis mujeres. ¿Habría sido lógico que la Iglesia hubiese cedido a esa pretensión del monarca británico? ¿O, por el contrario, se debería ir por el lado más débil, como efectivamente se hizo, defendiendo los legítimos derechos de la desdichada infanta española? ¿Sería aceptable que Juan Bautista legitimase la unión adúltera de Herodes con su cuñada, Herodías, o debería por el contrario defender los derechos de Felipe, de quien aquella era legítima mujer? Es cierto que, en ambos casos, los dos monarcas tenían una situación privilegiada, pero la Iglesia no debe ceder a las presiones de los poderosos y defender a los más desvalidos, como son, entre otros, los hijos menores.

Pedro Vaz Patto se refirió recientemente a un interesante estudio de Elizabeth Marquard sobre los efectos de los ‘buenos divorcios’, o sea, aquellos en que una pacífica y armoniosa separación sustituye una vida matrimonial anterior tensa. La autora, ella misma hija de padres divorciados, concluye que la ruptura conyugal,  aún cuando fuera acordada pacíficamente por la pareja, es siempre peor, para los hijos, que la continuación de un casamiento no enteramente satisfactorio, pero sin grandes conflictos. Más allá de otros efectos negativos – como el fracaso escolar, una tendencia mayor a la delincuencia, diversos problemas de salud, etc. – las víctimas de los ‘buenos divorcios’ viven, en general, una gran soledad, porque son niños divididos entre dos mundos, sin que ninguno de ellos sea verdaderamente el suyo.

En relación a los estafados por el GES,  el Estado debería reconocer, por vía judicial, sus derechos. En relación a los perjudicados por la Iglesia, es importante que el Sínodo no se deje engañar por los que hacen más ruido porque, si ignorase a los más débiles e inocentes para favorecer a los más fuertes e insistentes, estaría lesionando los principios de la justicia y de la caridad.

Sacerdote católico


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