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Para ser cristiano, no es preciso renunciar a la
razón ni al placer y, por eso, desde siempre, entre los cristianos hubo
eminentes sabios y, sobre todo, personas felicísimas.
Cuando algunas personas
dicen que es necesario actualizar los dogmas y modernizar los preceptos morales
cristianos, es obvio que, aunque presumiendo de creyentes, en realidad no creen
en el Evangelio, la buena nueva. No creen que la doctrina de Jesucristo es
salvadora, sino algo de lo que, por el contrario, hay que librar a los fieles. O
sea, para ellos la buena nueva al final ya no es buena…
Antes, los predicadores
pretendían apartar las almas de las mañas del diablo y de caer en las tentaciones
–los siete pecados capitales, la infidelidad conyugal, el adulterio, etc.- pero
ahora, algunos pastores parecen más interesados en salvar las ovejas no del
mal, sino del bien, o sea, de la ley bíblica –como la fidelidad, la
indisolubilidad y la unidad matrimonial – y, hasta, por increíble que parezca, del
propio Cristo y de su Iglesia. Tienen, de la ley de Dios y de la moral
cristiana, una visión tan negativa que
se consideran investidos para la salvífica misión de redimir a los fieles por la
supresión del dogma, que embota el entendimiento, y de la moral, que prohíbe el
placer.
En apoyo de sus
pretensiones, algunos de estos nuevos pastores, animados por la más ardiente
caridad pero por fortuna menos esclarecidos en términos teológicos, señalan los
excesos de una pastoral aparentemente carente de la más elemental compasión y,
para ellos, escandalosamente injusta. Dicen, por ejemplo, que no tiene sentido que la iglesia
prohíba un segundo casamiento a quien sin culpa, fue abandonado por la pareja. Que
no se le permita a quien prevaricó, parece justo, pero que se exija lo mismo al
cónyuge inocente, les parece no solo contradecir el mandamiento nuevo de la
caridad, ley suprema del cristianismo, sino también los más elementales
principios de la justicia. ¡Con todo, no faltan cónyuges cristianos que, aunque
abandonados, viven su compromiso de fidelidad, con alegría y paz en sus
corazones!
No es menos dramática
la situación de aquellos casados cuyo hijo, aún en gestación, padece una grave
deficiencia congénita irreversible. Según los principios de la ética cristiana,
está totalmente prohibido hacer viable el nacimiento de una criatura así. ¿¡Es
que para esos padres –cuestionan tales defensores de una nueva doctrina moral-
una noticia así y la expresa prohibición de abortar es, de hecho, una buena
nueva!? ¡No en tanto, cuantas familias católicas, puestas a prueba por esa dura
experiencia, dan gracias a Dios por lo que justamente consideran una bendición
divina!
O, todavía, - añaden-
el angustioso caso de los enfermos terminales, al que la moral cristiana
tampoco permite acortar la vida, ni siquiera para evitar el sufrimiento
terminal. ¿¡Se puede entender –insisten- que una perspectiva tal de agonía,
hasta que sobrevenga la muerte natural, es una buena noticia para un moribundo
y sus familiares!? ¡Más aún, donde se vive una fe auténtica, incluso esas
circunstancias se convierten en ocasión de gracia y de esperanza, en la certeza
de la bondad de Dios!
Sí, el Evangelio es una
feliz noticia. Para quien tiene fe, la noticia evangélica no es una nueva
cualquiera, sino la única que es necesariamente buena, aunque no siempre sea fácil
reconocer en ella el amor de Dios y la belleza de su Evangelio.
Que sea buena no quiere
decir que sea fácil. Los cristianos no son los que entienden los misterios, ni
los que son insensibles al dolor que, como los otros, de veras sienten. Sino que
son los que creen, no a pesar del dogma y de la cruz sino, precisamente,
gracias a ellos. Creer no es sólo creer, sino amar y comprometerse a vivir una
regla de vida que es, sobre todo, amor. La razón cristiana es la lógica de las
bienaventuranzas, que designa los sufrimientos actuales en la certeza de los
bienes futuros, de algún modo ya presentes. Por eso, la vida cristiana no es
una existencia pospuesta, o solo prometida, sino una felicidad ya aquí y ahora
intensamente experimentada.
Para ser cristiano, no
es necesario prescindir de la inteligencia, ni del placer. Una religión que
exigiese tal cosa sería inhumana e irracional. La fe no es renuncia a la razón
sino una apuesta y vivencia de una comprensión más perfecta, como también la voluntaria exclusión de algunos placeres
y la afirmación de una mayor felicidad. Los cristianos recasados descontentos
son la excepción, porque la gran mayoría de los creyentes son católicos casados
y felices. Desde siempre, entre los verdaderos seguidores de Cristo, hubo
eminente sabios y, sobre todo, personas felicísimas. La sabiduría y la
felicidad de los fieles, así mismo en esta vida, es infinitamente superior al
conocimiento y a la alegría de los más cultos y felices paganos.
La paradoja del cristiano,
la Cruz, reproduce, al final, una experiencia recurrente: en el sufrimiento
también hay felicidad, como hay una razón de ser para la incomprensibilidad del
dolor. El médico, que amputa un miembro gangrenado, no es un sádico, ni el
enfermo, que se somete a tan dolorosa y definitiva mutilación, un masoquista. Quien
liberase al paciente de la penosa cura, en realidad estaría condenándolo a
muerte. El pastor que, por una poco esclarecida caridad, recusase la terapia
del Evangelio para pecador, de hecho estaría, con la mejor intención, negándole
la salvación.
Tal vez también entre algunos
cristianos y sus pastores haya, más por vía de excepción, quien aún no haya
entendido la bondad de la novedad cristiana, que es de ayer, de hoy y de
siempre. El yugo de Cristo es suave y leve su peso, aunque algunos, por falta
de fe y de caridad, lo suponen opresor. Para el egoísta, el amor puede parecer
esclavizante pero, para quien es apasionado, es verdaderamente liberador. Así
es, también ahora, la buena nueva del evangelio, la única verdad que, aún
siendo incomprensible y duele, nos hace libres, sabios y felices en el amor.
Sacerdote católico
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