Esta mañana se produjo un
acontecimiento en la oficina, digno de mención. Por eso voy a intentar
plasmarlo lo más fielmente posible.
Como es evidente, estamos en
el último día del año, y este suceso parece que quiere venir a decirnos que ‘lo
de feliz año nuevo’ es un mero convencionalismo, que a todos nos interesa, bien
para celebrar algo, bien para darnos la impresión de que avanzamos siempre a
mejor.
Todo el mundo sabe, por otro
lado, y más entre las personas que sufren la exclusión social, que estas
fiestas en las que abunda tanta ‘supuesta felicidad’, a veces causan mayor
desánimo, incluso alguna mini depre.
Bien. Hoy nada más abrimos
la pequeña oficina los voluntarios, para que las personas sin hogar que
quisieran se acercaran a tomar un café y un polvorón. ¡Qué menos podíamos
ofrecer, el último día del año!
Estábamos en un ambiente
‘masculino’, tranquilo; bueno, también había algún dolor o temor contenido,
transmitido solo en voz baja y buscando desahogo al margen de las diversas
tertulias que se habían formado, dos a dos, y de la atención que debía prestar
al servicio de los cafés o los colacaos; ahora tenemos ‘los niños del colacao’…
De pronto aparece en la
oficina una mujer joven, que viene un tanto nerviosa y no para de hablar. Sin
apenas saludar dice que viene a tomar un café a cáritas y unas galletas, pues
no ha podido desayunar a esas horas, más de las diez de la mañana. Quiere incluso
servírselo ella, ya que lo puede hacer, pero la convenzo fácilmente de que
mejor se lo sirvo yo, para que se siente y se calme.
Lo que más me impresionó fue
la reacción de todos los que estábamos allí, hombres todos, claro está, y unos
caballeros, pues todos se callaron, le dejaron enseguida paso, y seguían
escuchándola en silencio, entre asombrados y respetuosos. Una reacción propia
de gente muy educada y considerada.
La mujer no paraba de
hablar, en pocos minutos nos había contado una panorámica, casi completa, de su
trágica situación: orden de alejamiento
de su casa; su pareja murió hace poco; su hijo vive estupendamente con una
prima; y ahora, que ha vuelto vive en casa de un hermano, pero no tiene para
ofrecerle un desayuno. Todo es consecuencia de la droga. Con todo este relato,
sin solución de continuidad, no ha podido ni tomarse el café. Tuve que
advertirle que parara un poco para tomar el café, que se le iba a enfriar.
Pues ni siquiera fue capaz
de terminar una galleta. Pero nos dejó una historia inquietante, dejándonos una
sensación de que la vida sigue, pero sigue igual, poco importa si es el último
día del año.
Aunque, lo que a mi
entender, mejor refleja la confusión en que vive esta mujer, y otras muchas, es
lo siguiente. En medio de su desahogo dice tan tranquila, rodeada de hombres, muchos de los cuales sufren exclusión social por causa de una separación matrimonial mal
llevada, dice con todo aplomo: “todos los hombres son malos. Los hombres sois
peores que las mujeres”, y además esbozando una sonrisilla buscando la
complicidad.
Nadie le contradijo. Como he
dicho, me impresionó la ‘caballerosidad’ de los presentes, la paciencia para
escuchar a quien sufre, que suelen tener los excluidos sociales. Será porque
ellos ya no tienen mucho que perder y sólo viven para agradecer, para seguir buscando
un modo digno de vivir, aunque sea al margen,
el tiempo que les quede, siempre en la incertidumbre, vigilantes ante la
posible recaída.
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