Santiago Trancón
He tenido un fin de semana muy social, con contactos
variados, amigos, conocidos y desconocidos. Sin proponerlo, de modo espontáneo,
en todas las conversaciones ha surgido el tema de la situación nacional, qué
está pasando en nuestro país, hacia dónde vamos. La mayoría no lo ha dudado: vamos
hacia el abismo. Me sorprendió esta opinión común de gente políticamente
diversa. Esta estadística doméstica no tiene validez científica, claro, no es
más que una pequeña muestra del estado de ánimo de personas preocupadas por lo
que está (y nos está) pasando.
Es difícil encontrar argumentos objetivos para contrarrestar o atenuar este
pesimismo radical, que acaba apelando a una especie de déficit genético, de
atavismo recurrente o maldición cíclica. ¿Somos incapaces de persistir en el
buen camino, de mantener cierta estabilidad, de dotarnos de estructuras sólidas
que aseguren nuestra paz y convivencia? Desde las guerras carlistas parece una
ley histórica que avanzamos a tumbos y que, cada cierto tiempo, es inevitable
una crisis total que pone todo cabeza abajo. ¿Fatalismo?
Confieso que me asaltan las mismas dudas, que no acierto a encontrar una
explicación convincente para explicar el devenir de los hechos y el ‘malvenir’
(del francés) de las personas. Es difícil discernir entre las causas objetivas
y la irracionalidad subjetiva, entre lo incontrolable de los acontecimientos y
la ceguera de las conductas. De entre todas las posibles salidas, yo soy de los
que no soportan la inmovilidad, la indefensión asumida, la resignación o la
aceptación de la derrota anticipada. Hoy muchos españoles están cayendo en esta
tentación, que se manifiesta de diversas maneras, desde el que despotrica
contra la política y los políticos y se refugia en la antipolítica, como si con
eso se librara de la política, a los que sólo confían en el sálvese quien
pueda, pensando que ellos sí se van a salvar, protegidos por su cuenta
bancaria, sus negocios, su pensión, el supermercado de al lado o la cervecita
de las tardes con los amigos.
Freud explicó bien los mecanismos que nos llevan a la negación de la realidad,
la evasión, la perversión o la sublimación. En gran parte, lo que parece claro
en la conducta individual puede aplicarse al comportamiento colectivo. Hoy
muchos se niegan a aceptar el principio de realidad (entiéndase, nuestra
realidad económica, social y política) y prefieren, o creer en mitos evasivos y
futuros idealizados (el independentismo), en revoluciones pendientes (el
podemismo vive de ello), o en teorías tranquilizadoras que encubren el miedo y
la cobardía, como las que profesa gran parte de los políticos que tratan de
alarmistas a quienes venimos advirtiendo desde hace mucho que el abismo existe,
que nadie está libre de caer en él, y menos un pueblo que lo ha conocido y que,
de modo perverso y compulsivo, siente cierta atracción por él.
No hablamos de fatalidad genética, sino de ceguera compartida, de
irresponsabilidad e incapacidad para detectar los síntomas de una catástrofe ya
visible y profusamente anunciada. El Estado democrático, por ejemplo, ya ha
desaparecido de Cataluña, mientras avanza de modo imparable el establecimiento
de un régimen totalitario, cuyo elemento de cohesión y justificación es el odio
y el rechazo a España y a todo lo que se identifique como español. La mayoría
de los políticos (y los jueces, y los empresarios, entre otros), sin embargo,
se niegan a aceptarlo, banalizando el mal, insistiendo en que ‘eso’ (lo
reprimido, lo temido, la ruptura, el desmoronamiento del Estado) no es posible.
El mayor propagador de este discurso evasivo y claudicante es el gobierno de
Rajoy, responsable de adormecer a los españoles y hacerles creer que lo de
Catañluña no les afecta y que, mientras él sea presidente, no pasará nada. ¿Se
cree eterno? Llamémosle cobardía delirante.
Pues sí pasará y sí nos afectará, en todo y a todos. Porque es imposible
separar los problemas de Cataluña de los problemas del País Vasco, de Galicia y
del resto de España. Y quien crea que esta ruptura del orden constitucional ya
iniciada, y todas las consecuencias económicas, políticas y sociales que se
derivarán (que se han derivado y se están derivando); que todo esto no le
afecta, que podrá seguir viviendo como vive, disponiendo y disfrutando de todo
lo que ahora dispone (ese consumo anestesiante), verá pronto que los alarmistas
no éramos más que observadores imparciales de lo que nos rodea. Que lo que
ahora es una minoría que ya siente el rumor del abismo no es más que la
reacción de esos animales que presienten la llegada del tsunami. Estamos
fabricando un ola propia, con nuestros errores y desvaríos, a la que puede
unirse una ola mayor, la de una Europa confusa dentro de un mundo inestable,
sacudido por movimientos tectónicos imprevisibles.
Se repiten los síntomas de los años 30 y nadie puede asegurar que no se repita
lo que vino después. El ciclo se adelanta un poco, porque la historia se
acelera. Malos tiempos para la lírica de los irenistas.
.........
Al encontrar este artículo, que aporta con tanta claridad lo
que tanto me cuesta hacer entender a mi alrededor, salvo honrosas excepciones,
me permito reproducirlo en este humilde blog, para que cada uno saque sus propias
conclusiones, y sobre todo le sea útil para conducirse en esta sociedad tan
compleja, disparatada, y a veces tan mal educada... No es que me alegre, ¡por
Dios!, pero creo que ‘el que avisa no es traidor’. Además, está tan bien
escrito, que es un placer leerlo, y es perfectamente recomendable su lectura,
para que nadie se llame a engaño después. Se engaña el que quiere, que ya somos
mayorcitos.
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