D. acude cada día a tomar un café con nosotros, a fumar un cigarrillo y a charlar, nos cuenta numerosas anécdotas y no sólo anécdotas de la época de Ceaucescu en Rumanía, ya que él es rumano, y a menudo un rumano nostálgico de otra época en que todos comían todos los días y tenían una vivienda; yo le digo, sí, pero no había libertad; entonces el sonríe, tiene una sonrisa a flor de labios a pesar de vivir en la calle, y me responde con convicción, ¿y qué?, ¿de qué vale la libertad si ahora estamos peor?, la vida es mucho más cara y no puedes trabajar, y no tienes una vivienda. Yo entonces me callo, lo miro y nos encogemos de hombros, un tanto resignados.
D. vive en la calle, come se viste y se asea en el Pan Nuestro, y siempre va impecable, hasta viste con gusto; además, es de elevada estatura, tiene un color muy saludable, y la expresión de su rostro es alegre y afable. A todo esto he de añadir que habla muy bien el español, se le entiende perfectamente y él entiende sin ninguna dificultad la primera, la segunda y las terceras intenciones por lo que la conversación resulta entretenida. Es agradable, muy educado y muy agradecido, hasta el punto que voy a decir, porque no puedo por menos. La noche pasada había llovido mucho, le pregunto tímidamente: ¿cómo pasaste la noche D.?, y me responde amablemente: bien; he encontrado una casa vieja por ahí y he estado a resguardo de la lluvia, que es lo que me importa; el frío no me importa, yo no tengo frío, comparado con mi país aquí no hace frío.
Es así, franco, noble, directo, con un sentido de la realidad extraordinario, pero no sé muy bien definirlo porque se me escapa algo; él se ha formado en un régimen comunista y sin embargo nos entendemos muy bien, ama la vida sencilla, la familia, las amistades. Como dije al principio le encanta contarnos historias de Rumanía, con toda naturalidad nos cuenta cómo en Rumanía no iban a las Iglesias más que las viejas, mientras que si a un trabajador se le ocurría entrar en una Iglesia automáticamente la policía se encargaba de denunciarlo y se le quitaba el trabajo, la vivienda, todo. Pero, esto ya no es una anécdota es una descripción en vivo y en directo del régimen comunista de Ceaucescu.
No se podía entrar en una Iglesia sin perder los derechos, dice tan tranquilo, tampoco se podían expresar ideas contrarias al dictador, sin embargo, afirma una y otra vez D., no faltaba lo básico: comida, casa y poco más; las ideas, bueno, se podía una callar y ya está, podías vivir. ¿Qué hace una persona que no puede trabajar?; eso es lo que pasa ahora con el capitalismo, hay mucho de todo en los comercios, pero no hay trabajo, ni dinero para comprar, y existen las mafias que controlan todo.
Demasiadas preguntas se hace D., que no tienen fácil respuesta, sin embargo, no puede ser que personas tan capaces, tan en forma, que no han caído en ningún vicio, que su único delito es haber nacido en tal o cual país, o en un determinado momento de la historia, tengan que amoldarse a vivir de esta manera, viendo cómo viven otros y cómo muchos malgastan lo que tienen. Hablamos de desarrollo en cifras estratosféricas y sin embargo humanamente hemos retrocedido y seguimos en retroceso, si no es cierto lo que digo, cómo nos podemos permitir que numerosas personas, contra su voluntad, estén viviendo sin nada que hacer por la sociedad, y sin recibir más que lo imprescindible para subsistir, y a menudo gracias a la caridad de personas sensibles.
A veces, hoy por ejemplo, lo he visto más decaído, con una expresión de tristeza o impotencia, no se bien, pero me admira el temple que tiene; como he dicho en otra ocasión la historia de Job no es una invención, Job sigue vivo, porque no se ha producido aún una rebelión, porque la sociedad sigue como si nada pasara, como si fuera a ser siempre igual, y todo se arreglara de improviso por arte de magia.
Pero sospecho que algo se mueve, sólo habrá que esperar que se den las condiciones necesarias o surja el hombre capaz de asumir tanto clamor sordo y le de un cauce adecuado para iniciar la transformación que haga avanzar a la humanidad. Me hizo mucha ilusión hablar el otro día con un joven que sabe mucho de informática porque percibí que había un descontento profundo a través de una frase que circula por Internet: “ Las marionetas del S.XXI comienzan a cortar los hilos”. La verdad es que la leí como una revelación de algo importante, como un dato real de una fuerza social en gestación. El joven aún presumía de una frase suya que había publicado hacía un tiempo y aún permanecía entre otras citas en una página cualquiera: “humanos que viven bien, gracias a humanos que viven mal, eso es estupidez humana”, y reía satisfecho.