Esta mañana, mientras hacía
las labores de la casa, me asaltó un pensamiento y me dejó tocado, y querría
probar si escribiéndolo tendría el sentido que intuía. Pensaba yo en algunos de
los post que he publicado, y me concentraba en la idea que se repite en muchos
de ellos: el predominio de los derechos sobre los deberes y la crítica a
diestra y siniestra sobre la autocrítica.
Una crítica llamativa es la
que se hace a la Iglesia, que no ejerce ningún poder material sobre los
ciudadanos, sólo orienta, aconseja y acoge a quien quiere; pero, muchos,
seguramente orquestados por alguien muy interesado en acabar con ella, no sólo
la critican sino que la desprecian, la despojan de su esencia espiritual y la
convierten por su mala intención en un poder que priva a los hombres de ser
felices y ejercer su libertad, impidiendo a los ciudadanos y sus gobiernos
legislar a su conveniencia y a organizar la sociedad a gusto de cada cual.
Es aquí donde me asaltó el
recuerdo de la historia de Esaú y Jacob, en concreto el pasaje en que Esaú,
hambriento, vende su primogenitura a su hermano Jacob por un plato de lentejas.
Del mismo modo muchos hoy venden su alma, su libertad y su dignidad, por
satisfacer su ansia de felicidad y también su hambre de pan; prefieren fiarse
del poder de los hombres y se conceden el derecho a legislar sin tener en
cuenta ciertos principios y aspiraciones universales, que han hecho avanzar a la
sociedad de la barbarie a la civilización a lo largo de la historia.
Esaú perdió su
primogenitura, perdió su capacidad para dirigir al pueblo de Israel en
beneficio de su hermano Jacob, quien sí supo renunciar a un plato de lentejas
para merecer el honor de dirigir al pueblo de Israel según los mandamientos de
Dios y mantenerlo así a salvo de los enemigos, aquellos pueblos que
sacrificaban seres humanos, sus propios hijos inocentes, a sus dioses en medio de fiestas y bacanales sin
freno.
Alguno me diría que la
historia es cíclica…yo no quiero sacar conclusiones.