lunes, 16 de abril de 2012

El Mensaje II



Por Roque

Recuerdo un día en especial, un día que me sentí tan orgullosa de mi madre y de mis hermanas, que pensé que nunca conseguiría ser como ellas. Llegamos a una bahía de frías y claras aguas de las costas del norte, habíamos nadado sin descanso desde hacía al menos cuatro meses desde un lugar remoto, que ahora no recuerdo, y lo cierto es que habíamos llegado allí algo cansadas y hambrientas. Mi madre empezó a comunicarse con un sonido intenso, largo y profundo con lo que nos parecía la nada. La bahía era inmensa y aunque sus aguas eran diáfanas, su profundidad y enormidad, no nos dejaba ver otro ser más allá de nosotros mismos.

Pero cuando algunas de mis hermanas y yo explorábamos los rocosos fondos de la bahía, aparecieron desde varias direcciones manadas de hermanas; nunca las había visto, pero sin embargo al rozar sus cuerpos y oír sus sonidos me eran tan familiares como las de mi propio grupo. En muy poco tiempo, todas nos lanzamos hacia el interior de la bahía, cada vez la profundidad era menor y los grupos se dividían una y otra vez, en varias direcciones y hacia el fondo.

Formábamos una inmensa manada, mamá con un solo sonido provocó unos extraordinarios movimientos entrecruzados hacia la superficie y como por arte de magia el agua se convirtió en alimento, teníamos ante nosotros una enorme y espesa masa de alimento formada por minúsculos animales de todo tipo, sólo teníamos que abrir nuestras bocas y volar hacia la superficie.

Cuando nos sentimos saciadas y recuperadas, las más veteranas se dedicaron a comunicarse y a compartir experiencias, las jóvenes, a modo de juego imitábamos el reciente y extraordinario acontecimiento.
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Ya anochecía y la agrupación local de ecologistas continuaba la representación del rescate, como burdos imitadores de algún documental americano; acordonaron la zona, se autoproclamaron dueños de la situación y sin parar de gritarse unos a otros y a todo quisque que se les pusiera por delante, adoptando una mezcla de falsa tristeza y bobalicón orgullo ecologista se dedicaron a atormentar al pobre animal en sus últimas horas de existencia.

A esas alturas yo ya había caído en la arena, sentado con la mirada fija en ella, mi pensamiento vagaba disperso hasta que una hipótesis iba creciendo dentro de mí, e igualmente crecían la rabia y las ganas de gritar al mundo lo que ya había comprendido. Pero no compartía la idea de mi amiga, que pensaba que su sacrificio, lleno de mensaje, no mereciese la pena.

La de Dios es Cristo de la naturaleza ¡ja! Estaba equivocada, estaban todas equivocadas. El ser humano era el peor parásito, la propia naturaleza se equivocó al crearlo, si por algo se distingue es por su sordera crónica, su desmemoriado cerebro, su orgullo su prepotencia, su maldad gratuita; por su derroche de recursos sin sentido, por su complejo de superioridad, incluso entre sus congéneres, por su desprecio a aprender, a conocer, a investigar más allá de sus narices, por su soberbia ante su Apocalipsis. Debería comprender la forma en que la naturaleza envía su agónico mensaje, debería hacer un acto de fe al estilo de las religiones.

Quizá deba confiar, quizá deba también tenderme en la arena y esperar el final, esperar que todos entiendan que nos están alertando sobre el futuro.
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Las aguas de mí preferido océano norte no me parecían tan mías, su sabor, su olor, su calor, su color; todo empezaba a ser distinto. Mamá murió sin decir nada. Sus ojos se esforzaban en no expresar nada, pero yo presentía una sombra detrás de ellos, sentía que algo me ocultaban, algo que al menos en esos momentos no quería que yo supiese, para no aumentar el dolor de su pérdida.

Empecé a sentirme tan sola, tan desconsolada, tan vacía, que nada me satisfacía, incluso dejé de alimentarme. La falta de un ser querido, todos en nuestra manada lo eran, siempre había sido triste, pero una tristeza a la vez llena de orgullo, su recuerdo nos reconfortaba, nos acompañaba y nos reforzaba como individuos y como grupo. Pero cuando mi madre se fue, mis sentimientos eran muy distintos a otras veces, como si su pérdida hubiese roto una presa de pensamientos y reflexiones en mi cerebro: cómo estaba cambiando nuestro mundo, nuestro entorno, otros grupos de animales y plantas que forman un todo con nosotros, nuestro océano, nuestro querido liquido elemento, nuestra segunda sangre. Lo cierto es que comencé a experimentar un desasosiego y una catarata de malas sensaciones: ansiedad, soledad, empequeñecimiento, miedo, angustia, un olor lóbrego y sombrío.

Una mañana sentí un impulso irrefrenable de seguir el camino que me ha conducido hasta aquí, en la travesía, mi mamá y mis antepasados, me hablaron de sacrificio, de mensaje, de advertencia, de última oportunidad, de liderar el cambio; recuerdo vagamente haberme opuesto débilmente, aún aquí en mi agonía, no estaba del todo convencida, pero un ser se ha acercado a mí, lentamente, sin gritar, con lágrimas en los ojos, se ha sentado durante horas frente a mi ojo derecho, mirándolo muy fijamente y creo que el mensaje ha llegado hasta él. Ya puedo descansar y sentirme satisfecha.

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