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La ciencia no concluye ni condena el
conocimiento de Dios, porque esta afirmación no es, en sí misma, científica,
sino metafísica
Con una edición
especial sobre el tiempo, el Público festejó sus 25 años: ¡Enhorabuena! Y, en
Hollywood, fue premiado el actor que representa el físico del tiempo, Stephen
Hawking, en un film biográfico, lleno de humanidad, pero en el que también se
refleja sobre “la teoría del todo”
Dígase lo que se diga,
es apasionante la historia del tiempo. Según los datos más recientes, su
dimensión infinitesimal se cifra en 10 elevado a menos 43 de un segundo, que fue el tiempo recorrido entre el Big Bang
y la expansión y enfriamiento que hicieron posible el surgimiento de las
primeras partículas elementales y de la luz, como fotones. Entre tanto, ya han
pasado 13.800 millones de años, pues esta es la edad del mundo que, dígase de
pasada, está muy bien conservado pues, en realidad, a simple vista, ¡nadie le
echaría más de 13.700 millones de años!
La cuestión del tiempo,
que Aristóteles definía como la medida del movimiento según un antes y un
después, remite, según la tesis del Big Bang, formulada por el padre católico y
eminente científico belga, Georges Lemaitre, a un origen, un principio y un
dueño de todo esto. A través de la expansión del universo, es posible
retroceder a ese primer instante que, por fuerza de una explosión cósmica
primordial, se dio inicio al tiempo o, mejor dicho, al movimiento, del que él
es la medida.
La verdad científica
nace de la observación empírica y, por eso, está condicionada al fenómeno, que
debe explicar pero no puede sobrepasar. El científico creyente puede tener la
pretensión de probar científicamente la existencia de Dios, como también el
físico ateo puede incurrir en la tentación de demostrar científicamente su
inexistencia. Es, por supuesto, un error recurrente de creyentes y no
creyentes: afirmar ‘científicamente’ lo que la ciencia experimental no puede
afirmar, ni negar. Es una arrogancia a la que hay que oponerse con humildad: el
verdadero sabio sabe que sabe alguna cosa y que no sabe todo el resto; mientras
que el necio, como no sabe nada, ni siquiera sabe que ignora.
Las ciencias son, por
razón de su objeto y de su método, miradas provisionales y sectoriales sobre la
realidad, pero no definitivas, ni sobre la totalidad de lo que existe. La física
conoce los cuerpos, pero hay más cosas más allá de la materia y de la energía. También
la matemática tiene por objeto lo que es medible, pero no todo lo que existe es
susceptible de ser reducido a un número, u orden de tamaño.
Decir, por absurda
hipótesis, que no existe nada más allá de lo que es conocido empíricamente, no
es una afirmación científica, sino filosófica, lo mismo que hace un científico.
Por eso, los grandes sabios, por regla general, son humildes y se abstienen de
afirmaciones tan rotundas, no porque no tengan convicciones al respecto, sino
porque saben que, cuando se expresan sobre lo que trasciende el objeto propio
de su ciencia, ya no se esta expresando en el ámbito de su competencia específica,
que es el fundamento de su autoridad.
Cuando Georges
Lemaitre, Albert Einstein o Stephen Hawking abordan la cuestión del origen del
universo, o de la existencia de un creador, no lo hacen en cuanto científicos,
una vez que ese hipotético ser no es
observable, como tampoco es el presumible acto creador. Lo hacen, antes, en
cuanto filósofos o, si se quiere, como comunes mortales. La ciencia no concluye
ni condena el conocimiento de Dios, porque esta afirmación no es, en sí misma,
científica, sino filosófica o, como gustaban de decir los antiguos, metafísica, en el sentido exacto
de algo que trasciende la física.
Con todo, hay un punto
de confluencia entre el saber científico y el filosófico: el surgimiento de la
realidad corpórea. Lo anterior a ese momento –en la realidad, el antes del
tiempo- es sólo cognoscible por el saber
filosófico, pero el después de ese instante, o sea, lo que aparece como el
tiempo, es científico, por ser empíricamente observable y clasificable. Como
dice Victor Cardoso, profesor e investigador del Centro Multidisciplinar de
Astrofísica y Gravitación del instituto Superior Técnico, el antes del Big Bang
‘es el campo de la especulación y de la metafísica. La ciencia se detiene ahí’ (Público,
5-3-2015).
Si la ciencia afirmase,
en vez del universo en expansión, una uniformidad espacio-temporal –Tomás de
Aquino previó la hipótesis, meramente académica, de un universo creado sin
principio ni fin – quizá sería difícil imaginar un comienzo. Pero la física está
en condiciones de probar que es posible regresar a un primer instante, a un
origen que, necesariamente, obliga a cuestionar, ya en el ámbito de la ontología,
el sentido último de toda realidad. La filosofía tiene una respuesta para esta
cuestión, que es obviamente insoluble para la ciencia, porque “A teoria de
tudo” no es científica, sino metafísica.
La ciencia no va más
allá del principio y el fin del tiempo, que la filosofía conoce en su causa y
esencia, pero sólo la fe cristiana es capaz de reconocer, en la encarnación del
Hijo de Dios, su plenitud.
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