viernes, 27 de marzo de 2015

De “Via-sacra para crentes e não crentes”


Por José Nunes Martins, Paulo Pereira da Silva, Francisco Gomes
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7ª estaçión:
Jesús cae por segunda vez

V. Os adoramos y bendecimos, Oh Jesús
R. Que por tu Santa cruz redimiste al mund
“Pero, al caer yo, ellos se alegran,
se unen todos contra mí,
me hacen daño y nada entiendo,
me desgarran sin cesar.”
Sl 35, 15

Después de los buenos momentos… vienen siempre los peores.

El encuentro con lo más bello de la existencia no anula nuestra fragilidad.

Más de una vez, caemos.

Más de una vez experimentamos la derrota, sentimos que no somos tan importantes como creíamos, ni tampoco, nada de extraordinario.

Estamos, más de una vez, en el suelo. Encogidos. Como en el vientre de nuestra madre.

La flaqueza acumulada es una adversidad brutal. No sólo es necesario luchar contra lo que tenemos por delante, tenemos que combatir también las derrotas de las luchas anteriores, todos los dolores, cicatrices y heridas abiertas… todas las pérdidas.

¿Qué hace recurrente el sufrimiento a la voluntad?

Aumenta la tentación de de ceder al mal. Como si fuese natural habituarnos más a los vicios que a las virtudes.

A cada paso el camino se vuelve más largo…

Sufrimos lo que no merecemos. Pero la tristeza sólo es absurda cuando no se sabe por qué se lucha… mientras no se consigue ver  sentido alguno en el dolor…

Hay hombres y mujeres que, lejos de las miradas ajenas, luchan contra  adversidades enormes, dolores que algunos imaginan imposibles.

Luchan, sufren y se levantan, a pesar de todo.

Su voluntad de vivir y sonreír es mayor que la de desistir y llorar. Lloran, pero porque tienen voluntad de vivir. Sonríen siempre que perciben que su sonrisa puede llevar esperanza a otro.

Pero, aunque estemos caídos en el suelo, estamos en camino, estamos haciendo camino, el nuestro.

Ese que es necesario llevar hasta el final… hasta el punto más alto… porque no somos de ningún agujero.
Los ojos en el Cielo.

El cielo en los ojos.

Y nos levantamos, sabiendo que volveremos a caer… y seguimos adelante, a pesar de saber que tendremos que resistir el dolor de las heridas y que las fuerzas se van extinguiendo.

¿Cuántas veces me doy cuenta de aquellos que luchan para salir del fondo del pozo?        ¿Cuántas veces tengo que levantarme?      ¿Qué quiero de mí?      

Su cuerpo está herido.

Herido por los golpes de los látigos, por los espinos, por la caída, por las piedras afiladas del suelo… Sufre.

De la cabeza a los pies, todo el cuerpo  todo el cuerpo está sujeto a violencia y dolor.

El Señor es su cuerpo: huesos, músculos, nervios, respiración, pulsaciones, ojos, pelo… “Me diste un cuerpo”.

Todavía la víspera se había arrodillado y lavado los pies a sus discípulos, manifestándoles su amistad.

Hermanos en la humanidad y en la divinidad.

Luego uno le dio la espalda para entregarlo.

Fue aún más lejos y tan lejos…

Ahora, solo y terriblemente cansado, en medio de querella multitud ruidosa, grosera e insolente, el Señor continua su camino. “He aquí que vengo para hacer tu voluntad.”

El Señor cae. Es la segunda vez.

Beso de la carne a la tierra y a las piedras.

El corazón del Señor late por nosotros, por mí, en un ritmo sin fin.

Como nuestro hábito de querer retirar los calvarios de nuestra vida, sorteándolos en nuestro camino, ¿Será que no acabamos con el más simple y puro deseo de amar?

Señor, dame la capacidad de comprender la grandeza de sufrir por los otros.

De ofrecer al Padre mis preocupaciones, penas y dolores y de ofrecerlas por los que me son más queridos: Mujer, marido, hijos, padres, hermanos y amigos.

De ofrecerlas también por todas las miserias del mundo, por todo lo que es grande, puro, santo y está en riesgo de perderse, por los que yerran.

Cambia mi irritación por la alegría de unirme al Señor en la gran obra de la caridad y redención.

Deja que tu Amor trabaje en mí generosamente.


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