Por José Nunes Martins, Paulo Pereira da Silva,
Francisco Gomes
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7ª estaçión:
Jesús cae por segunda vez
V. Os adoramos y bendecimos, Oh Jesús
R. Que por tu Santa cruz redimiste al mund
“Pero, al caer yo, ellos se
alegran,
se unen todos contra mí,
me hacen daño y nada entiendo,
me desgarran sin cesar.”
Sl 35, 15
Después de los buenos
momentos… vienen siempre los peores.
El encuentro con lo más
bello de la existencia no anula nuestra fragilidad.
Más de una vez, caemos.
Más de una vez
experimentamos la derrota, sentimos que no somos tan importantes como creíamos,
ni tampoco, nada de extraordinario.
Estamos, más de una
vez, en el suelo. Encogidos. Como en el vientre de nuestra madre.
La flaqueza acumulada
es una adversidad brutal. No sólo es necesario luchar contra lo que tenemos por
delante, tenemos que combatir también las derrotas de las luchas anteriores,
todos los dolores, cicatrices y heridas abiertas… todas las pérdidas.
¿Qué hace recurrente el
sufrimiento a la voluntad?
Aumenta la tentación de
de ceder al mal. Como si fuese natural habituarnos más a los vicios que a las
virtudes.
A cada paso el camino
se vuelve más largo…
Sufrimos lo que no
merecemos. Pero la tristeza sólo es absurda cuando no se sabe por qué se lucha…
mientras no se consigue ver sentido
alguno en el dolor…
Hay hombres y mujeres
que, lejos de las miradas ajenas, luchan contra
adversidades enormes, dolores que algunos imaginan imposibles.
Luchan, sufren y se
levantan, a pesar de todo.
Su voluntad de vivir y
sonreír es mayor que la de desistir y llorar. Lloran, pero porque tienen
voluntad de vivir. Sonríen siempre que perciben que su sonrisa puede llevar
esperanza a otro.
Pero, aunque estemos
caídos en el suelo, estamos en camino, estamos haciendo camino, el nuestro.
Ese que es necesario
llevar hasta el final… hasta el punto más alto… porque no somos de ningún
agujero.
Los ojos en el Cielo.
El cielo en los ojos.
Y nos levantamos,
sabiendo que volveremos a caer… y seguimos adelante, a pesar de saber que
tendremos que resistir el dolor de las heridas y que las fuerzas se van
extinguiendo.
¿Cuántas veces me doy
cuenta de aquellos que luchan para salir del fondo del pozo? ¿Cuántas
veces tengo que levantarme? ¿Qué
quiero de mí?
Su cuerpo está herido.
Herido por los golpes
de los látigos, por los espinos, por la caída, por las piedras afiladas del
suelo… Sufre.
De la cabeza a los
pies, todo el cuerpo todo el cuerpo está
sujeto a violencia y dolor.
El Señor es su cuerpo:
huesos, músculos, nervios, respiración, pulsaciones, ojos, pelo… “Me diste un
cuerpo”.
Todavía la víspera se
había arrodillado y lavado los pies a sus discípulos, manifestándoles su
amistad.
Hermanos en la
humanidad y en la divinidad.
Luego uno le dio la
espalda para entregarlo.
Fue aún más lejos y tan
lejos…
Ahora, solo y
terriblemente cansado, en medio de querella multitud ruidosa, grosera e
insolente, el Señor continua su camino. “He aquí que vengo para hacer tu
voluntad.”
El Señor cae. Es la
segunda vez.
Beso de la carne a la
tierra y a las piedras.
El corazón del Señor
late por nosotros, por mí, en un ritmo sin fin.
Como nuestro hábito de
querer retirar los calvarios de nuestra vida, sorteándolos en nuestro camino,
¿Será que no acabamos con el más simple y puro deseo de amar?
Señor, dame la
capacidad de comprender la grandeza de sufrir por los otros.
De ofrecer al Padre mis
preocupaciones, penas y dolores y de ofrecerlas por los que me son más
queridos: Mujer, marido, hijos, padres, hermanos y amigos.
De ofrecerlas también
por todas las miserias del mundo, por todo lo que es grande, puro, santo y está
en riesgo de perderse, por los que yerran.
Cambia mi irritación
por la alegría de unirme al Señor en la gran obra de la caridad y redención.
Deja que tu Amor trabaje
en mí generosamente.
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