La independencia de Portugal parece deberse a
una razón providencial, porque las otras naciones peninsulares que la
intentaron, fracasaron hasta la fecha.
La independencia del condado
de Portugal del reino de León, en el que estaba integrado, no derivó de ninguna
singularidad que justificase su autonomía, sino por la afirmación del poder del
propio D. Afonso Henriques, en relación al monarca leonés. Fueron las ansias de
dominio y las rivalidades entre los lugares disputados en la reconquista los que
dieron ocasión a los diversos reinos peninsulares que, en realidad, podrían
haber constituido un único Estado, en vez de un mosaico de diminutos países de
fronteras precarias.
De esos pequeños reinos,
algunos tuvieron vida efímera, pero otros, como Portugal, sobrevivieron hasta
la actualidad. No faltaron, es cierto, tentativas para reducir nuestro país a
una provincia ibérica más, sobre todo por parte de los reyes castellanos, que
consiguieron someter su poder hegemónico
las restantes nacionalidades peninsulares periféricas.
También de este lado de
la raya no faltaros pretextos para la malograda unión ibérica. Por razones dinásticas,
Portugal estuvo cerca de perder su independencia, en la crisis de 1383-85 y, más
tarde, en 1580. La ascensión al trono de D. Joao I apartó el peligro de un rey
castellano pero, con la muerte del Rey Cardenal D. Henrique, Felipe II de
Castilla y Aragón es proclamado, en Cortes, rey de Portugal, manteniendo
formalmente la independencia del reino lusitano. Aunque, en términos jurídicos,
la unión fuese personal –de modo análogo al monarca de Gran Bretaña que es
soberano de otros países, sin que estos sean dominios británicos- la verdad es
que Portugal corría un riesgo serio de verse reducido a una región hispánica, a
la par de Cataluña, del país Vasco o Asturias. De ahí la necesidad de
restauración de 1640, que devolvió el trono a la Casa de Braganza.
Si las cuestiones dinásticas
estuvieron en la base de dos graves crisis de independencia nacional, en 1385 y
1580, también la república representó un serio riesgo para la autonomía de la
patria. Buena prueba de eso es la bandera iberista republicana, que señala, el
verde, el territorio nacional, en contraposición con el bermejo, que simboliza
el país vecino, dando lugar, por cierto, a una incoherencia heráldica que es
también, desde el punto de vista cromático, muy desafortunada.
Si, desde un punto de
vista histórico, todas las razones apuntaban a una unió, en un único Estado
plural, de todas las nacionalidades ibéricas, la independencia de Portugal
parece revelar una razón providencial, tanto más manifiesta por cuanto
otras naciones
peninsulares la intentaron, hasta la fecha sin éxito.
Es posible que ese
casamiento, tantas veces anunciado y pretendido, mas nunca consumado, se deba a
una incompatibilidad histórica, que a la literaria contraposición entre D. Quijote
y Sancho Panza parece simbolizar.
De hecho, el “ingenioso
hidalgo de la Mancha” es una caricatura de los antiguos conquistadores
castellanos que, por la fuerza de las armas, conquistaron un imperio y
deshicieron otros, como el inca o el azteca. Por su lado, el simpático Sancho
Panza parece ser el representante de una raza de comerciantes que, como
Oliveira de Figueira, que Hergé inmortalizó, se hicieron al mundo dejando nostalgias
– ¡y factorías!- por donde pasaron.
Todas las
generalizaciones son injustas, incluso porque hubo también entre nuestros
descubridores guerreros impíos –recuérdese el “terrible” Alfonso de
Alburquerque, D. José de Castro, etc.- y, en las huestes castellanas, ejemplos
de profunda humanidad, como fue el caso de Fray Bartolomé de las Casas, el gran
defensor de los derechos de los indios. Pero tal vez esta comparación entre los
dos personajes cervantinos y los Estados
peninsulares, salvadas las debidas distancias, pueda ser una imagen feliz de lo
que debe ser la relación entre las dos potencias ibéricas: Portugal y España
están llamados a respetar su propia idiosincrasia y caminar juntos en la
construcción de una Europa más unida y de un mundo más solidario.
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