Hay que revisar los
procedimientos que garantizan la seguridad aérea, pero no hay mecanismos
infalibles contra el libre arbitrio.
Aún es pronto para
saber, con absoluta certeza, las causas del accidente aéreo que acabó con la
vida de una centena y media de personas, pero ya es posible afirmar que este
desastre de aviación comercial se debió a un fallo humano. De momento, todo
lleva a creer que el co piloto, Andreas Lubitz, de 28 años, accionó el
mecanismo que precipitó al avión de Germanwings
en solitario, causando la muerte inmediata de todos sus ocupantes.
Ante estos hechos, aún
sujetos a confirmación, la pregunta surge espontánea: ¿por qué? ¿Qué justificación
puede tener un acto del que resultan muertes inocentes? ¿Cómo explicar esta
tremenda catástrofe? El rechazo en aceptar lo que parece ser por demás
monstruoso e irracional, lleva a la búsqueda de causas que permitan entender el
extraño comportamiento del co piloto. La aparente normalidad de Lubitz no logra
explicar lo que es inexplicable y, por eso, es probable que la investigación no
cese mientras no encuentre una razón, un motivo o, por lo menos, un pretexto
que sea mínimamente aceptable. Pero, ¿Tiene que haber alguno?
Cuando un obispo
polaco, Kazimierz Majdanski, fue invitado a poner por escrito su experiencia
como prisionero, siendo aún seminarista, en los campos de exterminio de Sachsenhausen-Oranienburg
y Dachau, subrayó que su testimonio no era contra sus verdugos o la nación germánica,
sino una llamada de atención en relación
a una terrible realidad ocurrida en pleno siglo XX, tal vez en el país más
culto del continente más desarrollado del mundo. O sea, los campos de
concentración nazis son un ejemplo dramático y real de los extremos a que puede
llegar el ser humano, cualquiera que sea su cultura, o su estado sicológico o
sus condiciones socioeconómicas.
Sería muy ventajoso,
excepto para Germanwings, encontrar una causa técnica para esta tragedia. Sería
consolador para todos, sobre todo para los familiares de las víctimas, el
reconocimiento de algún desequilibrio sicológico de Andreas Lubitz. Por tanto,
puede suceder que no haya nada que explique lo que aconteció, ningún chivo
expiatorio al cual se pueda, cómodamente, transferir esta inmensa culpa. Es
posible que se trate de una acción consciente y deliberada de una persona perfectamente
normal, sin dificultades económicas ni carencias afectivas. No es preciso pertenecer
a una minoría étnica, ser militante de una movimiento terrorista, ser económicamente
necesitado o tener alguna dolencia síquica, para cometer un crimen de estas
proporciones. Basta ser alguien y haber tenido poder. Puede no haber sucedido
ningún instante de locura, sino un momento perfecta lucidez. Y es esto,
precisamente, lo que es aterrador.
Hannah Arendt tuvo el
coraje de decirlo: muchos de los responsable del exterminio de millones de
judíos, católicos, gitanos, etc., no eran monstruos, ni vampiros o dráculas. Eran
funcionarios, algunos incluso con estudios superiores, y “buenos padres de
familia”. Y, entre tanto, fueron los ejecutores del holocausto.
Ante una calamidad de
estas dimensiones, importa rendir homenaje a las víctimas y dar todo el apoyo a
las familias. Eventualmente, conviene revisar los procedimientos que garanticen
la seguridad aérea, pero no hay mecanismos infalibles contra el libre albedrío.
Por mayores que sean los avances técnicos en materia de seguridad, la libertad humana
podrá siempre encontrar formas de burlar esas medidas y lograr la realización de calamidades, como la que ahora ha
provocado ciento cincuenta víctimas.
El mal no está en los otros,
sino en nosotros, en cada uno de nosotros. La frontera que separa el bien del
mal no es una línea que enfrenta a unos hombres, los buenos, contra los otros
hombres, los malos, sino una raya que pasa por los corazones de todos los seres
humanos, sin excepción. Todos somos capaces de lo mejor y de lo peor.
Más que intentar
resolver estos casos con medios técnicos cada vez más sofisticados, hay que
invertir en la formación moral de los ciudadanos. Sin una fuerte conciencia ética
y social, el ser humano se vuelve, como diría Hobbes, un lobo para el mismo
hombre, en un predador de sus semejantes.
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