domingo, 25 de mayo de 2014

1+1=1




Mucho se tiene hablado, a propósito del sínodo de la familia, de la necesidad de repensar la institución matrimonial. Son recurrentes, en ambientes eclesiales las apelaciones a una Iglesia más atenta y comprensiva en relación a situaciones que, aunque canónicamente irregulares, son muy comunes, también entre los cristianos. En este sentido, habrá quien diga que sería conveniente que se sustituyera la excelencia del ideal evangélico, que consideran casi utópico, por una praxis más accesible, que facilitase la reaproximación de numerosos fieles  que, por vivir maritalmente con alguien con quien no están canónicamente casados, están impedidos de la comunión eucarística.

No obstante la bondad de esa preocupación y  la urgencia de una nueva pastoral, una alteración sustancial del matrimonio cristiano disculparía una actitud no creyente en cuanto a su naturaleza, según la fe de la iglesia. Por otra parte no compete al papa y a los fieles decidir lo que sea esa unión, sino aplicar lo que, a este propósito, fue tan inequívocamente revelado por Cristo.

Por otro lado, la moral cristiana no se mide en términos cuantitativos: también en tiempos pasados hubo abundantes infidelidades conyugales, pero la Iglesia nunca desistió de la exigencia de su doctrina matrimonial, que fue y es práctica corriente para muchos millones de cristianos. Tampoco puede ceder a las presiones del poder: ante las pretensiones de divorcio de Enrique VIII, la Iglesia se mantuvo firme en la defensa de la indisolubilidad matrimonial.

La iglesia está en el mundo, pero no es de este mundo: una iglesia mundana perdería su identidad y su razón de ser. No deja de ser paradójico que los que, en nombre de la modernidad, abogan por tal reforma, defiendan, en la práctica, un poder papal despótico, que ni siquiera estaría sometido la palabra de Dios. De otro lado, el papa no es el dueño de la iglesia, sino su primer siervo, el siervo de los siervos de Dios.

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