sábado, 17 de mayo de 2014

Crimen y castigo




La noticia es conocida y fue ampliamente difundida: el 14 de abril último, la secta islámica Boko Haram raptó un numeroso grupo de niñas cristianas, de 12 a 17 años, de una escuela de Chibok, en Nigeria. Este país africano, que tiene 170 millones de habitantes, es riquísimo, sobre todo por los yacimientos de petróleo, en el sur, donde abundan los cristianos; por el contrario, la zona norte, que es mayoritariamente musulmana, es más pobre.

Abubakar Shekau, el jefe de la banda terrorista supuestamente religiosa que reivindicó el rapto de las 223 menores, manifestó primero la intención de venderlas, como esclavas; después, cambiarlas por guerrilleros suyos, presos en el país; y, aún, casarlas, a la fuerza, con musulmanes. Recientemente afirmó que los rehenes se habían convertido al Islam…

Muchas naciones repudiarán esta acción, condenando a las autoridades nigerianas, cuya complicidad parece obvia. También la Iglesia católica lo hace, pero se teme que estas apelaciones no tengan el don de rescatar a las adolescentes raptadas, ni de garantizar la libertad de los demás cristianos de Nigeria.

No obstante las circunstancias políticas y económicas del caso, este conflicto tiende a ser presentado como una guerra entre mahometanos y cristianos, en la medida en que los agresores son fundamentalistas islámicos y, las víctimas, jóvenes cristianas. Es la interpretación que más interesa al lobby laicista, para así poder concluir que cualquier religión es una potencial amenaza a la paz y a la libertad. Pero sería injusto considerar responsables de esta dramática situación a todos los seguidores de Mahoma, porque  algunos también son perseguidos, especialmente por Boko Haram. Desgraciadamente, en las milicias antiislámicas también hay guerrilleros aparentemente cristianos.

Cualquier creencia debe suponer un aumento de responsabilidad de los respectivos creyentes. Con toda la razón, el ministro de un culto, en cuanto autoridad espiritual, esta aún más obligado a la ejemplaridad social, por la reverencia que le es socialmente tributada. Pero esa deferencia no sólo no atenúa su responsabilidad criminal sino que la agrava, no obstante su misión espiritual, al realizar actos objetivamente condenables. La condición religiosa no puede ser nunca sinónimo de impunidad, ni el justo castigo por un crimen  cometido por un fiel  le exime de ninguna falta de respeto a la libertad religiosa de los ciudadanos.

Un crimen, sean cuales fuesen las intenciones de su autor, es siempre un crimen y, como tal, debe ser castigado por el estado y por la comunidad internacional, por el bien de la justicia y la paz, pero también de la libertad religiosa y del buen nombre de las religiones. Tanto da que sea un mullah o un sacerdote católico, que rapte niñas cristianas o que abuse de menores.

En la Europa cristiana, no obstante el privilegio de fuero, un clérigo católico que cometiese un delito de cierta gravedad era destituido de su condición clerical y entregado a la justicia secular, que hacía recaer sobre él la pena debida por sus actos.

Todas las religiones deben repudiar cualquier instrumentalización  belicista del nombre de Dios, asumiendo un claro compromiso por la paz. Las autoridades religiosas de todo el mundo deben ser las primeras en defender a los más débiles y necesitados, lo mismo contra los ministros del propio culto, si fuera necesario. Esa fue, sin duda, la actitud de Cristo, que se posicionó siempre del lado de las victimas inocentes, oponiéndose también, a veces, a las autoridades religiosas y civiles de su pueblo. Solo así la libertad religiosa se puede afirmar como un baluarte de los derechos humanos y como garante, que es de hecho, de la verdadera libertad.



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