Rezaba y pedía, quería pedir por todo y por todos a la vez,
primer misterio: la Encarnación del Hijo de Dios… y de pronto se me ilumina la
mente y me ofrece un pensamiento que me deja sorprendido, pero no asustado: “Dios
envió para salvar al mundo, después de siglos esperando la llegada del Mesias, a un niño indefenso, a su Hijo, nacido de una mujer,
como uno más, del cual podemos esperar con toda seguridad la verdadera,
definitiva, salvación…” Pero había que saber esperar, había que ir creciendo
con el Niño para poder valorar y aceptar la salvación que Él nos ofrece.
Hoy, como entonces, esperamos ansiosamente un “Mesías”,
queremos que todo se arregle, en todas partes, a todos. Pero la prisa que hoy
padecemos a unos les hace desistir de esa esperanza tierna, que crece como un
niño hasta hacerse adulta y conduce sin duda, pero no sin dificultades, a la
vida sin fin; otros buscan atajos para conseguir la paz que Dios no nos concede
inmediatamente, agarrándose a ideologías utópicas, o impulsando sectarismos
radicales, que no dudan en justificar y utilizar la violencia para conseguirla;
otros hay que encuentran en otras religiones, filosofías, o concepciones del
mundo, soluciones personales más placenteras e inmediatas, en las cuales no
depende de Dios la solución. Otros, sencillamente abandonan; y todavía los hay
que se revuelven contra la iglesia, que es obra de Dios, como no les aporta la
solución que quieren lo deprecian, a Dios, como un ser inútil, o incluso
peligroso porque consiente el sufrimiento de los hombres.
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