viernes, 11 de abril de 2014

La autenticidad no es un valor


José Luís Nunes Martins
En “Filosofías. 79 Reflexiones” Lisboa 20013. Ed. Paulus (pág. 145)



De entre las virtudes de la vida cotidiana, una de las que va siendo cada vez más difícil de encontrar es la autenticidad. Se trata de la capacidad de una persona de ser quien es; una rectitud en el sentir, pensar y actuar sin estar condicionada por cualquier otro factor que no sea por la esencia de la persona en cuestión. Desgraciadamente, hoy son cada vez más las personas que consideran tener derecho a mentir. Una especie de miedo de sí mismas que las lleva a ser lo que no son, tratando de ser quienes no son, en una mentira de la cual son las primeras víctimas…

Este mal se enraíza en la idea equivocada de que se es pobre. Pero la verdadera riqueza no consiste en ser una multitud de personas, sino en ser señor de la única que se es y respetarla. La verdad es casi siempre dura. Aceptarla es el mejor de los primeros pasos de un camino para conseguir cambiar. La autenticidad reconoce la humildad y, por eso mismo, acepta la verdad. Parte de ahí y sigue adelante, en una lógica de continuidad y mudanza sustentadas. Sin artificios, mentiras o escapes. Es cierto que se espera que cada uno de nosotros se adapte a cada situación, pero eso es bien diferente de estar disponible para recomenzar siempre todo de cero, sin historia ni lógica.

En el mundo de hoy, hay quien defiende que se puede actuar de forma incorrecta si de este modo se consigue corregir las injusticias de que se es víctima. Se defiende alegando que se trata de una mera cuestión de supervivencia… llaman cualidad a esta capacidad de adaptarse dócilmente a cualquier circunstancia, pero que incapacita a cualquier hombre de mantenerse erguido, aún teniendo los pies en la llama, conseguir enderezarse, levantándose, elevando la cabeza hasta bien cerca de las nubes. Respetándose.

Todo aquel que mira el mundo y a los otros con mala fe es falso. Se excluye de todo tipo de responsabilidad. Tiene listas enormes de culpables que certifican coartadas para cada uno de los más pequeños  errores posibles  y realmente relacionados consigo mismo. Las personas auténticas son raras, las sociedades en cuanto entidad tiende a aniquilar  las diferencias, principalmente las que ponen al desnudo los aspectos más nauseabundos de la mayoría. La rectitud de unos revela de forma inequívoca la indigencia  moral de los otros. Los auténticos se reconocen , pero son pocos. Muy pocos. La autenticidad es elogiada por todos pero se encuentra casi siempre  a morir de frío… sin un abrazo siquiera.

Ser recto es ser auténtico. Es respetar su esencia, asumiéndola de forma simple, en su mayor pureza. Conducir la vida de acuerdo con los sueños, luchando a cada paso con lodo que se pega a sus pies. Caer y levantarse, caer y levantarse, caer y levantarse… esta determinación simple no es una pobreza. Absolutamente lo contrario. La pureza es siempre simple. Debemos pues reconocer que cada uno de nosotros es alguien que se determina a sí mismo; que no podemos  nunca dejar de tomar decisiones, no podemos escoger no escoger y, porque cada gesto nuestro es resultado de una elección íntima, somos siempre responsables de nuestros gestos. Lo mismo cuando se decide no hacer nada, será también algo por lo que seremos llamados a responder… por nuestra conciencia, si aún conseguimos escucharla. Desgraciadamente, hay muchos que parece que ya han conseguido desactivar este mecanismo inteligente que detesta las diferencias entre lo que es y lo que debía ser y nos avisa… nos obstinamos en mantener una línea donde somos más quien somos, y mucho mejores… Viviendo siempre de acuerdo con nuestra identidad y los sueños que implica.

En cualquier caso, aún el más pobre de los hombres no está exento del deber de ser recto. Al final, quien no es recto, aunque tenga de todo en abundancia, es un verdadero miserable. 

Nada es. Auténticamente.
  


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