Gonçalo Portocarrero de Almada
jornal i -12 abril 2014
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ilustração de Carlos Ribeiro
En la Semana Santa, la
Iglesia recuerda la pasión y muerte de Jesús Cristo.
A pesar de no ser, para un cristiano, un relato inédito, impresiona siempre ese recuerdo tan vivo de un hecho acontecido hace cerca de dos mil años, pero siempre presente. En realidad, incomoda a todos e interpela la crueldad del suplicio infligido al crucificado. Por más que se teorice el padecimiento humano y se enaltezca su valor, el dolor duele. Ciertamente, porque daña el cuerpo, pero sobre todo porque es incomprensible para la razón.
No obstante el misterio de tan grande sufrimiento, no es ese el centro hacia donde converge la liturgia de la Iglesia en el triduo pascual. No es al dolor al que se presenta homenaje, en la postración inicial de los celebrantes, en el elocuente introito de la pasión del Señor, en la sexta feria santa. No es la cruz lo que se adora cuando, arrodillado, se besa el madero.
De ahí que, el dolor, por el dolor, nada vale. El mayor sufrimiento puede estar vacío de sentido y de valor. Hasta el sacrificio de la propia vida puede no tener, lo mismo en términos religiosos, ninguna relevancia.
A pesar de no ser, para un cristiano, un relato inédito, impresiona siempre ese recuerdo tan vivo de un hecho acontecido hace cerca de dos mil años, pero siempre presente. En realidad, incomoda a todos e interpela la crueldad del suplicio infligido al crucificado. Por más que se teorice el padecimiento humano y se enaltezca su valor, el dolor duele. Ciertamente, porque daña el cuerpo, pero sobre todo porque es incomprensible para la razón.
No obstante el misterio de tan grande sufrimiento, no es ese el centro hacia donde converge la liturgia de la Iglesia en el triduo pascual. No es al dolor al que se presenta homenaje, en la postración inicial de los celebrantes, en el elocuente introito de la pasión del Señor, en la sexta feria santa. No es la cruz lo que se adora cuando, arrodillado, se besa el madero.
De ahí que, el dolor, por el dolor, nada vale. El mayor sufrimiento puede estar vacío de sentido y de valor. Hasta el sacrificio de la propia vida puede no tener, lo mismo en términos religiosos, ninguna relevancia.
Nada vale si no fuera por amor, y nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por sus amigos. Los fieles son invitados a postrarse delante de la cruz, no para adorar el sufrimiento de Jesús, sino para reconocernos amados en ella, con un amor que, siendo universal, es también individual. San Pablo tenía conciencia de ser personalmente destinatario de ese amor infinito de Dios humanado, “que me amó y se entregó por mí” (Gal 2, 20).
Jesús, “habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo” (Jo 13, 1). Es el amor de Cristo el que la Iglesia celebra en su pasión, la mayor prueba de ese amor por todos y cada uno, sin excepción. Un amor que es, verdaderamente, pasión.
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