sábado, 1 de marzo de 2014

Dolor por amor


                                                        Ilustração de Carlos Ribeiro


Desde el pasado día 13 de febrero es legalmente posible, en Bélgica, como ya era en Holanda, la eutanasia de niños y adolescentes. Del Reino Unido llega la triste noticia de que Reece Puddington, de once años y con cáncer desde hace seis, desistió de los tratamientos médicos. Él mismo declaró, en las redes sociales, haber decidido “quedarse en casa”, para dejar a la “naturaleza seguir su curso” inexorable. También entre nosotros surgen voces para reivindicar un pretendido derecho a una “muerte digna”.

No es muy de extrañar que así acontezca. Si se puede impunemente matar a un ser humano sano aún por nacer, ¿por qué no abreviar la vida enferma de un viejo, o de un niño que, por ese motivo, probablemente nunca llegará a la edad adulta? La sociedad neopagana al rechazar el valor absoluto de la vida humana inocente, que es un principio básico de la civilización cristiana, la deja impotente ante las envestidas furiosas de la cultura de la muerte, sobre todo travestidas de sentimientos supuestamente humanitarios. Eliminados los embriones, los enfermos y los viejos, la utopía eugenista de recientes tiranos parece, ahora, más próxima a la realidad.

La cuestión no es el dolor, sino el amor: solamente no quiere vivir  quien no se siente amado. Quien verdaderamente quiere a los suyos, no desiste de ellos, cualquiera que sea su edad o su mal. No se trata de promover el encarnizamiento terapéutico, sino amar a aquellos que, por alguna circunstancia, carecen de ese apoyo. Eso es lo que ellos, grandes y pequeños, piden: más que la salud, o un muerte sin dolor, quieren un afecto que los ayude a vivir la experiencia del dolor, en la alegría del amor. Y es eso lo que la fe cristiana da a todos: la esperanza cierta de un amor mayor, que es vida para después de la vida.

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