Existen dos grandes
disparates intelectuales: aceptar lo que es falso y no aceptar lo que es
verdadero.
Todos nos engañamos.
Sí, todos nos engañamos a nosotros mismos, más que el mundo o los otros, como
si el fraude sólo fuese posible con la colaboración de un cómplice interno. Por
esto, será importante saber que existen en nuestro pensamiento contenidos y
mecanismos que pueden funcionar de forma contraproducente. Quizá esta simple
toma de consciencia pueda, por sí sola, ser un antídoto eficaz frente a la
mayor parte.
¿Pero será peor creer
en la mentira o no aceptar la verdad? Tal vez sea más perjudicial volver la
espalda a la verdad que abrazar alguna falsedad. Cuando se cree en falso hay
una cierta adhesión, que es una voluntad de verdad que se sobrepone a otros
elementos más o menos evidentes que pudieran ser pistas para desenmascarar la
falta de fundamento real… pero quien no se adhiere a lo verdadero confía más en
sí mismo que en lo real y esta pérdida de inocencia puede revelarse
verdaderamente desastrosa.
Las personas que más
huyen de la verdad tienen una fuerte determinación en recusar el mundo, lo que
de mejor y peor existe aquí. Una alienación. En el fondo, construyen para sí, y
sólo para sí, aunque intenten implicar a otros, una narrativa donde el
funcionamiento de todo depende de la voluntad, como si fuesen el dios único de
ese su solitario mundo… el problema mayor es que, con nuestro tiempo limitado,
perder días, meses o años, lejos del único mundo real donde cumple que seamos
felices, es un pecado capital contra nuestra realización personal.
Todo hombre procura una
vida con sentido. El sentido puede ser construido o aceptado, revelado o
descubierto. Pero, de cualquier forma, tiene sus raíces bien firmes en lo real.
Se trata de un camino que asume su punto de partida – más que saber para donde
vamos, sabemos bien donde estamos.
El que sabe que rumbo
dar a su vida acepta los sufrimientos inevitables asociados a eso. Esta
disponibilidad para el sufrimiento sólo existe si él tuviera un sentido, si
formara parte de una travesía mayor. El que sufre sin sentido sufre mucho más,
incluso porque sufre aún más de verse sufrir… sin sentido. Una vergüenza
tremenda de no percibir siquiera cómo caímos en el fondo de un pozo. Otra cosa
bien diferente serían los dolores, miserias y amarguras de quien sabe como
orientar sus días hacia el futuro que desea. Cuando está en cuestión la
felicidad, la verdad del ser, el precio a pagar nunca es alto. Por eso, hay
muchos que mueren por aquello en que creen, en la firme convicción de que el
camino para la realización de su ser es justo por allí.
Hay en el mundo mucha
gente de máscara. Más que engañar a otros, se impiden a sí mismos ver la
realidad de forma pura. Porque las máscaras perturban seriamente nuestra
capacidad de leer el mundo, impidiéndonos distinguir bien las mentiras de la
verdad.
El que así se aparta de
la Verdad, se convierte en quien no es. Huye de sí. En esos momentos, no creen
en el valor de lo simple y puro, en la
verdad auténtica. Se convencen de que eso es poco y quieren más… como si eso
fuese posible.
Esta actitud nuestra
nos condena a una soledad pavorosa que acaba siempre demasiado tarde, porque
siempre se perdió un tiempo precioso; pero, paradójicamente, siempre aún a
tiempo de que experimentemos ser quien somos, lo que, aún por breves instantes,
vale casi una vida entera.
El que sabe ser humilde
percibe que hay más verdad en lo auténtico y simple que en todas las
grandiosidades del mundo; Que ser feliz es, antes y después de todo lo demás:
ser quien se es. De forma simple. En una alegría honda se celebra el milagro de
sernos tan valiosos como únicos y verdaderos.
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