domingo, 9 de febrero de 2014

Del infinito valor de la esperanza


Por José Luís Nunes Martins
en Jornal i
publicado em 21 Jul 2012 - 03:00
Sólo quien cree que es casi imposible saber vivir. La existencia humana cuando es auténtica se cierne en el estrecho intervalo entre la fe y el desengaño, siempre con pocas certezas y muchas dudas.

La esperanza resulta de un acuerdo entre el pensar y el sentir. Un equilibrio armonioso entre la pureza de la emoción pura y la lógica de la certeza.

Es la suave esperanza de quien cree en un yo mejor, y en un mundo más bello, que insufla la vida… No son los prontos de los que, de súbito, quieren hacerlo todo; ni los impulsos tan brutos, como efímeros, de los que sin paciencia o prudencia quieren que el mundo se arrodille para agradarles

El desconcierto de las dudas va solidificando las desesperanzas que impelen a las personas, que retrasan siempre lo que se espera.

Las buenas esperanzas son abrazadas por la tristeza. Hay lágrimas que caen celebrando la existencia de una sensibilidad, frágil, pero suficientemente fuerte para seguir adelante, a pesar de todo. Los ojos que lloran son los mismos que sonríen. Hay tiempo para sentir todo y sólo quien desconoce por completo la esencia de la vida quiere erradicar la tristeza de su intimidad, como si ella no fuese el alma y la luz de la alegría más verdadera.

Cualquier espera duele. Porque se experimenta la falta de lo que no está, y porque a veces se percibe que después de haber alcanzado lo que se esperaba lo habrá perdido, entrándose en un estado donde el recuerdo de lo bueno provocará angustia. De esa forma, aún antes de alcanzado el objetivo, ya se consigue presentir la inquietud de haber perdido lo que todavía ni siquiera ha llegado. Pero siempre hay futuro. Siempre. También cuando no hay esperanza, hay futuro…

La esperanza ilumina con luz tranquila. Despejando la sombras en el interior de quien sabe que hay mucho mundo que no depende de su voluntad. Es preciso ser capaz de vivir en la esperanza en vez de llamarla para que viva dentro de nosotros. Las obras necesarias a la construcción de la esperanza deben ser hechas por el esfuerzo de quien vive en ella.

Las esperanzas, cuanto más profundas son, más suaves y fuertes se vuelven. Estas delicadas formas de ser son certezas, porque contienen en sí la garantía absoluta de lo que prometen.

Son pedazos ínfimos de futuro aún por llegar. No son agitaciones de superficie. Hay muchas ilusiones, fraudes y fantasías. Saber distinguirlas de la esperanza es uno de los pilares de la sabiduría. Tener esperanza es así más fácil de lo que es creer en ella, porque quien cree verdaderamente apuesta por la vida –y la muerte- sabiendo que nada tiene sentido sin una entrega completa. Esperando, aunque sea contra todas las probabilidades.

Pobre es aquel que nunca esperó por nada, mucho más  que  quien, en la esperanza, pasó todo su tiempo a la espera.

Pero también hay esperanzas que mueren, lentamente, de la forma más agonizante posible. Arrastrando demoradamente hacia las pruebas a los que en ellas viven. Es tragedia, infierno, dolor lento… hasta el más completo vacío. Y hasta que no se revela una nueva, cabe al hombre soportar una existencia prácticamente sin sentido, porque si hay una cosa por la cual no se puede esperar es por la esperanza.

El hombre vive privado de los bienes que ardientemente desea y que juzga merecer.

Esta tensión confiada, por la expectativa y por el esfuerzo, acabará en una de las dos formas: o por la llegada de lo que esperamos o por la partida de lo que nos hacía esperar.

La existencia de la esperanza es, en sí, un don. Cabe, pues, a cada hombre dejar de lado el orgullo y cargarse de humildad a fin de ser digno de vivirla.

Cada esperanza abre horizontes infinitos y posibilidades imprevistas. El futuro es absolutamente abierto. Siempre. Construido por las manos de los que saben esperarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario