en Jornal i
Sólo quien cree que es
casi imposible saber vivir. La existencia humana cuando es auténtica se cierne
en el estrecho intervalo entre la fe y el desengaño, siempre con pocas certezas
y muchas dudas.
La esperanza resulta de
un acuerdo entre el pensar y el sentir. Un equilibrio armonioso entre la pureza
de la emoción pura y la lógica de la certeza.
Es la suave esperanza
de quien cree en un yo mejor, y en un mundo más bello, que insufla la vida… No
son los prontos de los que, de súbito, quieren hacerlo todo; ni los impulsos
tan brutos, como efímeros, de los que sin paciencia o prudencia quieren que el
mundo se arrodille para agradarles
El desconcierto de las
dudas va solidificando las desesperanzas que impelen a las personas, que
retrasan siempre lo que se espera.
Las buenas esperanzas
son abrazadas por la tristeza. Hay lágrimas que caen celebrando la existencia
de una sensibilidad, frágil, pero suficientemente fuerte para seguir adelante,
a pesar de todo. Los ojos que lloran son los mismos que sonríen. Hay tiempo
para sentir todo y sólo quien desconoce por completo la esencia de la vida
quiere erradicar la tristeza de su intimidad, como si ella no fuese el alma y
la luz de la alegría más verdadera.
Cualquier espera duele.
Porque se experimenta la falta de lo que no está, y porque a veces se percibe
que después de haber alcanzado lo que se esperaba lo habrá perdido, entrándose
en un estado donde el recuerdo de lo bueno provocará angustia. De esa forma,
aún antes de alcanzado el objetivo, ya se consigue presentir la inquietud de haber
perdido lo que todavía ni siquiera ha llegado. Pero siempre hay futuro.
Siempre. También cuando no hay esperanza, hay futuro…
La esperanza ilumina
con luz tranquila. Despejando la sombras en el interior de quien sabe que hay
mucho mundo que no depende de su voluntad. Es preciso ser capaz de vivir en la
esperanza en vez de llamarla para que viva dentro de nosotros. Las obras
necesarias a la construcción de la esperanza deben ser hechas por el esfuerzo
de quien vive en ella.
Las esperanzas, cuanto
más profundas son, más suaves y fuertes se vuelven. Estas delicadas formas de
ser son certezas, porque contienen en sí la garantía absoluta de lo que prometen.
Son pedazos ínfimos de
futuro aún por llegar. No son agitaciones de superficie. Hay muchas ilusiones,
fraudes y fantasías. Saber distinguirlas de la esperanza es uno de los pilares
de la sabiduría. Tener esperanza es así más fácil de lo que es creer en ella,
porque quien cree verdaderamente apuesta por la vida –y la muerte- sabiendo que
nada tiene sentido sin una entrega completa. Esperando, aunque sea contra todas
las probabilidades.
Pobre es aquel que
nunca esperó por nada, mucho más que quien, en la esperanza, pasó todo su tiempo a
la espera.
Pero también hay
esperanzas que mueren, lentamente, de la forma más agonizante posible.
Arrastrando demoradamente hacia las pruebas a los que en ellas viven. Es
tragedia, infierno, dolor lento… hasta el más completo vacío. Y hasta que no se
revela una nueva, cabe al hombre soportar una existencia prácticamente sin
sentido, porque si hay una cosa por la cual no se puede esperar es por la
esperanza.
El hombre vive privado
de los bienes que ardientemente desea y que juzga merecer.
Esta tensión confiada,
por la expectativa y por el esfuerzo, acabará en una de las dos formas: o por
la llegada de lo que esperamos o por la partida de lo que nos hacía esperar.
La existencia de la
esperanza es, en sí, un don. Cabe, pues, a cada hombre dejar de lado el orgullo
y cargarse de humildad a fin de ser digno de vivirla.
Cada esperanza abre
horizontes infinitos y posibilidades imprevistas. El futuro es absolutamente
abierto. Siempre. Construido por las manos de los que saben esperarlo.
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