Por P. Gonçalo Portocarrero de Almada
Na Voz da Verdade, de
16-2--2014:
La ley no puede ser un instrumento del poder de
las minorías contra la mayoría, sino un garante de la justicia y de la
solidaridad.
Siempre que surgen cuestiones que causan fractura social, hay quien defienda la necesidad del reconocimiento jurídico de esas nuevas realidades.
Es verdad que el ordenamiento jurídico debe conocer bien la realidad social que pretende regular. También es cierto que el derecho positivo, en una sociedad laica, no tiene por qué obedecer las exigencias de orden sobrenatural, aunque la sociedad se reconozca mayoritariamente cristiana. Pero de estos principios no se deriva, al contrario de lo que algunos firman, la absoluta arbitrariedad de la orden jurídica, ni su sumisión en relación al poder emergente.
El derecho no crea la realidad, sino que la ordena para el bien común, según los principios de la justicia social. No es el ordenamiento jurídico el que crea el ser humano, tan sólo verifica su existencia y reconoce los derechos y deberes inherentes a su condición. Sería por tanto aberrante atribuir este estatuto jurídico, por hipótesis absurda, a algún ser humano, o negarlo, como aconteció con los esclavos, a alguien dotado de esa naturaleza.
A este propósito, recuérdese que la ley es, sobre todo, una ordenación de la razón y no sólo, ni principalmente, una expresión de la voluntad popular. El ser humano y la familia no son aquello que el pueblo quisiera: son realidades naturales que el derecho no puede dejar de reconocer, por lo menos en lo que se refiere a su esencia. No cabe al legislador, incluso respaldado por el voto mayoritario, establecer cuando comienza, o cuando termina, una vida humana: es al científico a quien compete una verificación tal. Después de atestiguada esa realidad, el jurista hará derivar las consecuencias previstas en la ley, pero sin entrar en apreciaciones del acto en sí, cuya evaluación no le corresponde a él. El derecho no sabe, ni tiene por qué saber, cuando surge o se extingue la vida humana, pero no puede dejar de reconocer lo que es obvio, no sólo en relación a la vida sino también en lo que respecta a la procreación y a la familia, y de ahí extraer las consecuencias jurídicas al respecto. Es el médico quien está en condiciones de diagnosticar la existencia de una vida, o de atestiguar una defunción, pero es el jurista el que deberá después deducir los efectos jurídicos derivados de esos hechos, en la medida en que sean jurídicamente relevantes.
Si la noción clásica de
ley subraya su carácter racional y su intrínseca relación con el bien común, la
moderna definición de ley se desprende sobre todo de instancias volitivas: la
norma sería, sobre todo, la expresión jurídica de la voluntad popular o, como
diría Rouseau, de la voluntad general. Ahora bien, como la historia demuestra
con elocuencia, no siempre la voluntad de las mayorías es justa, porque también
hubo tiranos que, como Hitler, llegaron al poder por vía democrática. No basta
que la norma cumpla algunos requisitos formales, ni el hecho de emanar del
órgano capaz de producirla con eficacia; tiene que ser también legítima, o sea,
justa, porque es adecuada al bien común. Un derecho que es sólo la voz del
poder dominante, sea dictatorial o democrático, difícilmente podrá ser instrumento eficaz en la construcción de
una sociedad justa. También porque los no nacidos, los niños, sobre todo los
huérfanos, los pobres y enfermos nunca serán, en principio, un poder capaz de
expresar de forma eficaz sus legítimas pretensiones, que el derecho no puede
dejar de tutelar.
Más que cualquier otro
principio, interesa al derecho la defensa de los más necesitados. El poder
legislativo no puede ser un instrumento de las mayorías contra las minorías, ni
de estas contara la mayoría, sino un medio por el cual, siendo lo más
escrupuloso respecto de la dignidad y libertad de los ciudadanos, defienda, de verdad, la justicia y el bien
común.
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