jueves, 23 de enero de 2014

Benito y Farmville



Por Gonzalo Portocarrero Almada
publicado el 15 de diciembre de 2012 - 03:00


Andan por ahí unos improvisados teólogos muy preocupados y con razón: entonces no es que, en su último libro, el Papa Benedicto XVI, se callara  a cuenta la ley de arrendamiento, ¿dio orden de despejar del establo a la vaca y al burro? Hay quien dice también, tal vez al abrigo de la generosa ideología de igualdad de género, que la vaca al final era buey. Pero el burro, pormás que le llamen jumento, de burro no pasa. Y hasta ahora bien.

Este murmullo de los diablos –¡y nunca mejor dicho!- sería irrelevante si no fuese la maliciosa intención de pervertir lo que Joseph Ratzinger afirma en el último volumen de su magnífica trilogía sobre Jesús de Nazaret. Peor aún: se intenta influir en los ánimos menos aviados la idea de que nada es cierto, ni histórico, en los relatos bíblicos del nacimiento de Cristo, y por tanto todo se puede poner o quitar, según el gusto del consumidor. Si todo fuese discutible, no pasaría en  realidad de una piadosa leyenda, de un cuento digno de los hermanos Grimm o, a cuenta de la vaca y el burro, de una fábula de La Fontaine.

Desengáñese los agitadores de las conciencias cristianas. Benedicto XVI no lanza a Farmville el establo de Nuestro Señor y por eso, muy al contrario afirma que los relatos evangélicos no refieren –ni niegan, añádase- la presencia de las dos bestias, entiende que la misma se justifica en términos hermenéuticos, bíblicos y de la más genuina tradición católica. Hasta el punto de concluir que por eso “ninguna representación del establo prescindirá del buey y del jumento”. También dice, como la Iglesia siempre dice y la ciencia histórica confirma, que es verdadero y real el nacimiento de Jesucristo, el Hijo de Dios y de la Virgen María, esposa de José, en Belén de Judá, hace poco más de dos mil años.

Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad… y a los burros de costumbre, que también este año, podrán contemplar, aún sin entender, la encantadora belleza de la Navidad.





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