Por Gonçalo
Portocarrero de Almada
publicado em 27 Abr 2013 - 03:00
publicado em 27 Abr 2013 - 03:00
Se cuenta que un
contemporáneo nuestro tenía pésima voz y aún peor oído. Ignorante de sus
incapacidades canoras y auditivas, acometía las más atrevidas escalas, con
terribles resultados. En una ocasión, un oyente desesperado, con escasa
predisposición al martirio, no aguantó más y le gritó:
-¡Cállese! ¡Esa nota no existe!
Una nota inexistente
es, como es obvio, una contradicción en los términos, pero sirve como ejemplo
de una hipótesis inexistente, como es la tesis que, negando la divinidad de Cristo, así como no querer condenarlo, afirma que era un buen
hombre. Ahora sucede que, en términos meramente racionales o lógicos, esa es
una hipótesis que no existe.
La historicidad de
Jesús de Nazaret no puede ser honestamente puesta en duda, pero sólo los
cristianos están dispuestos a reconocerle la condición divina que su fe afirma.
Ateos, agnósticos y creyentes de otras religiones no lo tienen por Dios, pero
quizá tampoco por un impostor. Por tanto, hasta los más incrédulos son
sensibles a la belleza y a la sabiduría de sus enseñanzas y a la ejemplaridad
de su vida, y por eso seguramente estarían
dispuestos a afirmar que Cristo fue un buen hombre, sin darse cuenta de
la contradicción de tal conclusión.
Por tanto, el personaje
que la historia sagrada y profana conoce como Jesús de Nazaret dice ser Dios,
como tal, no sólo realizó prodigios –los milagros de los que hablan los
evangelios- sino que aceptó ser adorado por los hombres. Tal afirmación sólo
admite dos posibilidades: ser verdadera o falsa. En ninguno de los dos casaos,
con todo, es compatible con la hipótesis de que Jesús es sólo un hombre bueno.
De hecho, si es verdad
que cristo es Dios, Jesús no fue simplemente un hombre bueno, sino el ser divino, el propio Dios encarnado, como
afirma la fe cristiana. Alguien lo llamó Maestro Bueno, Él mismo dijo que sólo
Dios es bueno. Pero, nunca ningún hombre bueno se atribuyó a sí mismo la
condición divina. San Pablo, cuando fue confundido con una divinidad pagana, no
permitió que se le diese culto. Y S. Juan, cuando se quiso postrar ante el ángel
que se le reveló, fue amonestado por éste, porque sólo a Dios se debe adoración.
La misma que Jesús de Nazaret recibió y aceptó de sus discípulos, precisamente
por ser Dios. Si no lo fuese, una tal veneración habría sido idolátrica, como
tal, digna de la pena capital.
Pero si Cristo no es
Dios, he dicho que lo era, sólo podría ser un mentiroso. No cabe la hipótesis
de que fuese un loco y, como tal, inocente, porque en ese caso nadie de su
tiempo, o después, lo habría tomado en serio, ni para seguirlo ni para
condenarlo. Pero, si fuese de hecho una persona falsa, no sería definitivamente
un hombre virtuoso, sino un blasfemo. Por otra parte, fue por esta razón por la
que fue condenado a muerte por el sanedrín. ¡¿Tendrían razón los que pedían su
muerte, como reo confeso de tamaña ofensa a la verdad y a la dignidad divina?!
Ante cristo sólo caben
dos actitudes: la indiferencia de los necios, el odio o la adoración. Los
primeros, como las avestruces, esconden la cabeza debajo de la arena,
renunciando a su condición racional. Los otros, por fuerza de la razón, o
reconocen que Jesús de Nazaret es Dios o sólo pueden tenerlo por un impostor. La
cómoda hipótesis de Jesús bueno, que daría tanto juego a los que no se quieren comprometer,
porque no lo quieren seguir, ni condenar, pura y simplemente no existe, como la
desafinada nota del mal cantor.
O se entiende que
Cristo es un falsario y un mentiroso y, consecuentemente, es justa y razonable
la exigencia de su condenación, o se acepta su divinidad y se cae a sus pies,
confesando: ¡Mi Señor y mi Dios!
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